Hace varias semanas que no respondo a sus mensajes, y dudo que con esto acaso
esté buscando disculparme con usted. Verá, he estado atravesando momentos muy
complicados conmigo y con el mundo, o, para ser un poco más preciso, con la
perspectiva que he creado del mundo. A veces siento que me equivoqué de
profesión, que me cuesta convencerme a mí mismo de que lo que hago sirve de
algo o que tiene, por lo menos, un poquito de razón. Y ¿sabe? he estado
enojado, no he podido escribir, pienso que es quizás por ello que lo hago con
usted, es decir, la estoy usando como excusa para ver si puedo desenredar algo
y pasarlo a la hoja. Entenderá entonces que sí, que hasta eso lo tengo en
conflicto, ya no sé ni siquiera por qué quise ser un escritor, si la mayoría
de las veces cuando leo lo que escribo me doy vergüenza. Usted me propuso no
rendirme y ha estado presente incluso cuando le he pedido que se largue, o
cuando le he insinuado que usted me ha entorpecido e incluso cuando le otorgo
la culpa de todos mis problemas. No sé si recuerde cuando me habló de su viaje
a Argentina, que yo le dije
hágalo, déjeme aquí solo, lo suficientemente solo como para extrañarla,
y que usted se fue llorando todo el viaje en el avión. No sabe cuánto me ha
servido su ausencia, ni tampoco sabe cuántas veces hice un escándalo en mi
corazón intentando desacostumbrarme de usted y de la persona que hizo de mí.
Usted era desagradable conmigo, Marina, para usted yo era el centro del mundo
y no dejaba de pensar en mí, no me refutaba nada y siempre quería estar cerca
de mí inflando mi ego.
Por suerte ya han pasado años desde aquello, desde que usted reside en Buenos
Aires y yo decidí hacerle frente a mi soledad. Sé que lo que le digo no le
resulta nuevo, usted conoce la historia tanto como yo, es sólo que hoy estuve
contemplando las figuras que se dibujan en el humo y me puse a recordar
instantes, y no sé por qué me puse a hablarle, al humo, claro, como si fuese
alguien que puede escuchar y sonreír sabiamente, entonces me di cuenta de cuán
solo me encuentro y qué tan cerca estoy de rozar la locura. He estado
intentando dejar el cigarro como usted en algún momento me lo pidió, pero es
tan difícil como intentar sacar unas cuantas líneas que tengan un mínimo de
sentido.
También he estado enfermo, tengo un dolor en particular que me aturde, se
sitúa en la parte baja de la espalda y me mantiene enojado, pero lo más jodido
es que es un enojo diferente porque me hace evocar todos esos momentos en que
he actuado como un idiota y con ello lo único que logro es caer en un bucle de
ira todavía más grande, desenfrenado e irracional que me carcome y no me deja
pensar con claridad. Hay algo en especial que todavía me hace eco y me reduce
a la vergüenza, una definitiva y hasta cruel, y es que hace unos dos años
conocí a un tipo que era bastante inteligente, al que yo, sinceramente, odiaba
demasiado. Su manera de actuar era tan calma y sincera, como si supiera
manejar cada uno de sus dolores, o más bien, como si se pudiera ser un
profesional en ello. Me parecía imposible, así que yo lo invitaba siempre a
unos tragos porque quería escabullirme en sus memorias y descubrir algo que lo
revelara frágil o desarmable, o, usted sabe, alguna debilidad que dejase en
evidencia que no es posible ser así de sensato y preciso. Porque además me
parecía lo suficientemente joven como para cargar semejante personalidad.
¿Sabe? Yo para ese momento era igual o peor escritor de lo que soy ahora, una
mediocridad andante, una contradicción mamona porque yo mismo no creía en mí,
pero el tamaño de mi ego cuando hablaba con otros era ridículamente
descomunal. Me enoja recordarme, porque en verdad que era lamentable, no tenía
ningún argumento a mi favor y lo único que hacía era constatar que hablo sin
saber, convencido de mis palabras sin sentido; y todo eso era para, según yo,
no sentirme en desventaja. Sé que mi juego fue fácilmente predecible para él,
porque yo sólo me retorcía en mi espiral de ira mientras que él parecía tener
un alcance envidiable con su razonamiento, lo que le hacía no perder las
riendas incluso estando borracho. Yo me deshacía en llanto y confesiones
estúpidas mientras él sonreía y me calmaba con un "no es tan grave", que me
irritaba aún más. Yo estaba tan acostumbrado a que usted me idolatrara que me
cegué de la posibilidad de ser un idiota, hasta que me topé con este tipo que
ni siquiera me dijo nada, porque era todo lo contundentemente posible para que
sus palabras no se escaparan en algún confesionario que le hiciera zancadilla
a sí mismo. Leyó mis textos, y a diferencia de usted, me dijo la verdad; que
nada tenía que ver con nada y que lo mejor era ponerme a leer si lo que quería
era escribir. Entonces quise hacerle frente y le dije que yo escribía por amor
al arte. Se rió en mi cara diciendo que, si eso era manifestación de amor,
entonces no quería ni imaginarse cómo serían mis escritos por odio al arte. Lo
repugnante era que lo decía siempre sin intención de ofenderme, era como si en
realidad procurase darme un consejo más que un juicio. Entonces le pedí que me
dejase leer sus letras para ver si acaso tenía un respaldo lo suficientemente
fuerte como para ser un encantador hijo de puta; y lo leí… pero lo leí con
rabia porque el maldito tenía el talento del que yo carecía.
Le contaré uno de los días en que más idiota me sentí. Este sujeto me invitó a
una tertulia en su propia casa, había vino y whisky, y no había rincón en su
apartamento donde no reposara un libro. Había varias personas que bebían y
reían entre complicidades, a excepción de un tipo en particular que parecía
ser el mejor amigo de este personaje del que le vengo hablando. Era un tipo de
prominente figura, de largo cabello y excesivamente mal mirado que hasta me
recordaba a mí mismo, y fue al único al que me pude acercar para comenzar una
conversación.
¿Sabe, Marina? Este habría sido el típico hijo de perra del que usted se
habría enamorado profundamente, tal y como lo hizo conmigo, porque era tosco,
odioso y tajante con lo que fuera que tuviese que decir. Parecía estar tan
enojado como yo, como si muy en el fondo tuviera un dolor de esos que queman.
Era diferente, por lejos, diferentísimo a su mejor amigo que parecía de
plástico. Sin embargo, le confieso, Marina, que ese tipo me caía igual de mal.
Resulta que descubrió que yo sólo estaba merodeando para hacer quedar mal al
referido. No leyó uno solo de mis textos y aseveró de inmediato que yo era un
mediocre, ya que si yo, para poder enaltecerme tenía que recurrir a sabotear a
los otros, entonces era un escritor de pacotilla. Lo odié porque tenía razón
en todo, pero me hizo odiarme aún más a mí porque no quise dársela. Tenía una
personalidad complicada y era algo así como el escudo de su mejor amigo, es
decir del imbécil del que le he estado hablando y al que ahora creo que me
resultaría más fácil llamar por su nombre, que es Pablo. El punto es
que tenía una inteligencia codiciable, pero no era amable en lo absoluto,
característica de la que sí gozaba el otro. Y tengo que admitirlo, Marina, que
de él lo que más me irritaba, siempre, era esa malnacida sonrisa pícara que
presumía por tener exceso de argumentos impecables; incluso, parecía saber
sobre cualquier tema que se atravesara en la conversación. Era mi némesis, aún
cuando sucedía que lo era únicamente en mi cabeza, porque, en el mundo real me
trataba con cordialidad y hasta parecía, en realidad, no prestarme la
suficiente atención como para seguirme el juego. Imagínese entonces mi grado
de frustración y la forma en que los dos la potenciaron con su desinterés.
Lo más vergonzoso sobrevino cuando, ya entrados en tragos le dije, o bueno, casi que le grité a Pablo que no es posible que todo ese discurso con el que había manipulado desde el principio de la reunión hubiese sido en verdad suyo, que seguro sólo era una fachada para no revelar su verdadera personalidad, la cual yo suponía que debía ser ridícula. Vea, Marina, hubo un silencio embarazoso, todos los presentes intercambiaron miradas, pero el único capaz de decir algo fue su mejor amigo Franco, que, echado en un sofá y fumando desde su rincón empezó con una risa histriónica para luego posar sus codos sobre sus rodillas, entonces me enfocó con su maldita mirada: interesante opinión, digna de una atmósfera de alcantarilla. Si hablamos de suposiciones, tu reducido recinto intelectual ha de ser lamentable para que vengas aquí a cuestionar semejante sandez a alguien a quien evidentemente envidias con cada célula que te compone. Todos rieron, incluido Pablo que me sirvió otro trago y dejó de prestarme atención.
Usted que tantas veces me ha visto jugar a ser el centro de atención podría
imaginarse la afrenta que tuve que pasar, porque, con personalidades como esas
dos era imposible siquiera asomarse por el escenario sin salir como un idiota.
Le cuento todo esto, Marina, no porque quiera hacerle saber sobre mis
inseguridades, sino por mero ejercicio escritural. Por supuesto que luego de
eso no me quedó cara para acercarme a ellos de nuevo. Y no le niego que a este
punto me encuentro aún más enojado que cuando inicié con estas letras, porque
para lograr sacar algo que medianamente valiera la pena he tenido que recurrir
a esos dos, que seguramente ni me recordarán, ni sabrán que los he odiado todo
este tiempo por no sólo hacerme sentir un idiota, sino por hacérmelo creer.
No sé, Marina, si acaso conseguiré algo con ésto, o si le resulte de alguna
manera útil, lo cierto es que no pretendo disculparme; no a estas alturas y
menos con usted, aunque sé que recibirá y leerá mis cartas sin importar
cuántas quejas se tenga que tragar. Así que, por favor no vuelva pronto,
regáleme ese único capricho de creer en el egoísmo de estar solo y tener que
escribirle a la lejanía para no tener que decir esto en voz alta. A fin de
cuentas, usted más que nadie, sabe lo cobarde que soy.
Con mi tambaleante aprecio le ruego no enviarme mensajes para subirme el ánimo.
Hasta la próxima excusa, Marina.
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