La cocina, su pasillo, deprimente lugar del animal humano. Una puerta de
fondo.
Aire espeso, pasos pesados. O mejor ninguno.
Yo quieto, pasmado, la columna grasa – las piernas ni por el putas.
Puras tonterías. Obstáculos no hay. Solo piso pegajoso desde el picaporte de
la puerta. La gravedad al qué porciento. No importa. Rodillas flaquean cual
loza vencida, pero me mantengo en pie. Romper el aire por el cuerpo, el cuerpo
por el aire.
Y esta cocina tipo estrecho tercermundista produce asfixia, cosquillas cierran la garganta. Mal chiste, que hace llorar de risa. Polillas vomitan a saciedad en las repisas sucias. Llaves oxidadas penden en la pared, olvidadas, corroídas, vueltas mierda. Nevera y mandíbula abiertas a la helada. Mis dientes manchados secos. Gritos sordos, marchitos, rezagados al goteo lento de un grifo averiado, agrietan mis labios, no traspasan el aire denso. Qué cansado…
Espasmo al esqueleto – llorar de valentía – gesto serio legendario, se arrastra tras el punto de fuga que hace la cocina inmensa. Aquí, no cabe un alma. ¡Qué duros son, estos primeros pasos!
Y esta cocina vacía.
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