
“Que fue una noche sin luna, inviernos del mes de mayo” era la frase que mi abuelo siempre me repetía cuando quería asustarme. Cuando yo era niño podía decir que sentía la necesidad de refugio que el miedo produce, pero ahora me siento valiente, como mi abuelo. Es llanero, mi abuelo me refiero, se cansó de vivir en Acacías y de viejo se fue a una finca de San Carlos de Guaroa, a unas dos horas más de viaje desde Bogotá.
Mis papás sí viven en Bogotá, al igual que yo, por eso, para mi abuelo, no soy un verdadero llanero. Trató de enseñarme al trabajo de llano, a montar a caballo o me llevaba al festival de Coleo. Cuando se decepcionaba, siempre tuvo una manera propia de decir que yo era un inútil: “afila, afila novillo por la huella del cabestrero, ponle amor al camino y olvide su comedero”. El nieto guëvon, me decía su jornalero, Jaime Hernando, un zambo que medía casi dos metros, fuerte por su raza, le ayudaba a mi abuelo con las bestias y a veces le servía de velador.
Jaime H., como le decía mi abuelo, se la pasaba siempre con sus chistes maricas. En una ocasión me ofreció un chocolate que compró en la tienda del pueblo, me pidió cerrar los ojos y abrir la boca, al morder, sentí el crujir de un insecto en mis dientes, una sensación que me tiene asqueado hasta el momento. Lo escupí después del primer mordisco, era una chicharra, no se murió a pesar del incidente, y chilló. Siguió arrastrándose por el pasto durante unos segundos, luego Jaime H. la pisó con violencia. El crujido que produjo al morir, lo sentí en mis encías de nuevo. Aún me causa escalofríos ese ruido. Jaime Hernando se reía, no parecía tener sentimientos por los animales y, a veces, ni siquiera por las personas.
Cada cosa que me hacía Jaime H., yo se la contaba a mi abuelo. Se reía, me reprochaba que los niños de antes jugaban más brusco. Siempre tenía una historia más cruel para contarme, donde con pólvora les quemaban las manos a sus compañeros en la escuela, perdían dedos o la movilidad de estos. En las noches tenía pesadillas con las carcajadas de Jaime H.: al reír, el monte callaba por completo, me perseguía con una peinilla, con la que espanta los guíos del ganado. Corría hasta el cansancio y, aunque nunca me alcanzaba, pensaba que me iba a matar. Me levantaba sudando, nervioso y con la sensación de que no estaba bien con él tan cerca.
Una de esas noches en que mi abuelo lo puso de velador, Jaime H. tenía un aspecto sombrío, llevaba como siempre su peinilla, unos cigarros, media de aguardiente y una radio que sonaba ininteligible hasta mi habitación. Sus carcajadas de esa noche me estremecían las entrañas, quise salir y pedirle que se callara, me refugié en las sábanas tratando de pensar en alguna otra cosa, pero fue imposible.
Salí de mi cama, decidido a ordenarle que se callara, esta casa es mía y no suya. Ni siquiera pensé en ponerme las chanclas, salí descalzo y solo con el pantalón de mi pijama. La casa estaba en silencio, pensé en no prender las luces porque quería sorprender a Jaime H. En la puerta traté de ser más silencioso, pero no pude ver a nadie. Escuchaba lejos las risas de Jaime H. Caminé hacia donde podría escuchar la voz del velador. Era oscuro, las luces que podía emitir la casa ya no se distinguían.
Por fin lo encontré, debajo de un Samán. Estaba sentado con las manos en la cara, no sabía si estaba riendo o llorando, pero escuché un ruido raro que salía de sí. Se puso de pie, y corrió llano adentro. No lo podía ver, tan solo escuchar. Con el tiempo mis ojos se acostumbraron a la oscuridad, ya podía distinguir los árboles y el movimiento del ganado. Trataba de seguirle el paso hasta que vi que se encontró un negro, mucho más alto que él. Tuvieron una conversación en un idioma que desconocía, Jaime H., que ya había notado mi presencia, me ordenó que lo siguiera.
Llegamos a lo que parecía un Hato. El hombre nos dijo que debíamos desvestirnos para entrar, así fue como encontramos a siete negros alrededor de un fuego, desnudos. Mientras caminábamos hacía ellos, le cuestioné por qué debíamos de estar desnudos, me dijo que nada terrenal debía interponerse entre nosotros y lo que estaba por suceder. Le pregunté a Jaime H lo que estaban haciendo y me dijo que era un entierro. No veía ningún cuerpo, era solo el fuego, esos siete, una botella de aguardiente, unos puros y unas bolsas con sal, o al menos eso parecía. Jaime H. me confesó que estaban haciendo un entierro para que una persona esté muerta en vida, alguien iba a vivir el infierno en la tierra.
Con la sal hicieron flechas en el suelo, acompañadas de unas figuras extrañas que nunca había visto en mi vida. Mientras tanto, el líder decía frases y los otros debían repetirlas. El aguardiente no lo tomaban, lo pasaban por sus bocas y escupían en lo que habían escrito. Escupían el fuego, que se hacía cada vez más alto. Sentí el calor más intenso de mi vida. Jaime H. estaba sentado cerca al fuego, yo estaba preparado para salir corriendo en cualquier momento.
Tomaron unas ramas y las llenaron de sal, aguardiente escupido y el humo del puro que habían encendido. Las agitaban contra las paredes del Hato, los cánticos seguían y yo sentía que debía salir de ahí. Pero cuando traté de caminar unos pasos hacia atrás, Jaime H. me tomó del tobillo y me susurró que, si me iba, irían a matarme. Lo que estaba por suceder, no podía saberse a la luz del día. Me apretó tan fuerte que por instinto me senté a su lado.
Terminaron de poner en las paredes lo mojado de las ramas. El aspecto de estas me generó repulsión, las habían escupido y los manchones cafés parecían vomitados sobre la pared. Sentía que no estaba en el lugar adecuado y mientras continuó el ritual, pensé que, si esto seguía así, me pedirían sangre o tal vez cortarme la verga.
De la misma mochila donde estaba el aguardiente sacaron una camisa. La camisa se me hizo familiar, pero no le presté mucha atención. La pusieron cerca al fuego y noté como también la escupían y ponían el humo del puro en ella. Estaban muy cerca al fuego y pensé que las iban a quemar, pero uno de los negros la lanzó contra la pared y comenzó de nuevo a recitar aquellas palabras que yo no entendía.
Envolvieron la camisa y orinaron mientras cantaban sobre lo que estaba sucediendo. Le pregunté a Jaime H. sobre a quién estaban enterrando, me gritó que los patrones siempre tratan mal a sus negros. Mientras estaba sentado me tomaron de las manos, me jalaron para que me pusiera de pie.
Tomaron con fuerza mi mano derecha y me hicieron un corte en el dedo pulgar. Las gotas de sangre cayeron sobre el fuego y la camisa. No podía moverme, los negros me tenían bien agarrado. Me sacaron la sangre suficiente para que la camisa estuviera empapada.
Gritaban cada vez más fuerte, luego empezaron a escupir mis pies. Uno de los negros me pidió que me acercara al fuego, no tuve otra opción que hacerlo. Me pasaron el aguardiente y lo tomé y escupí como ellos en el fuego. Se rieron, con aquella risa que me estremecía todo, como la de Jaime H. Quise correr y lo hice, corrí hasta encontrarme de nuevo con la casa. Encontré a mi abuelo llorando, sobre la mesa del comedor, recibió la llamada de que mi abuela había muerto.
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