Literatura

Karamakate

Tiempo estimado de lectura: 5 min
2022-05-06 por Dayro Martínez

Créditos de la fotografía: Andrés Barrientos

Jueves, 24 de abril de 2020

Hoy, me siento impulsado a escribir esta carta a modo de despedida. La certeza escabrosa y a la vez apacible que trae consigo la proximidad de la muerte manifiesta el deseo de la madre naturaleza para que vuelva a fusionarme con ella. Pero antes de partir, deseo ser fiel a mi tribu, los Uitoto, dejando esta carta como semilla, a partir de la cual espero que brote el árbol de la sabiduría en el alma de mi nieto Cristian Zafiama, con el fin de que sus frutos brinden amor, fortaleza y esperanza a nuestros hermanos. Será tu generación, heredero mío, la llamada a resistir y luchar contra el envenenamiento de nuestras costumbres ancestrales, que durante tantos años ha intentado destruir el hombre blanco al imponernos sus egoístas tradiciones, a su dios justo y redentor a través de sermones de muerte, tortura y esclavitud. Ya en este punto he renunciado a seguir luchando contra la maldición del susurro que posee a los hombres a través de la palabra, imponiendo la noche eterna en sus almas a medida que la Luna devora al Sol, en absoluto silencio. Mi espíritu ha sido contaminado con la maldición del hombre blanco y me veo obligado tanto por el bien tuyo como por el de la comarca, a adentrarme en las entrañas de nuestra madre sin fecha de regreso. El destierro es un viaje de descubrimiento hacia lo desconocido que vive dentro de nosotros mismos. En este caso, es una travesía solitaria con rumbo hacia la muerte, que es la esencia misma de la vida. Recién ahora —a bordo de una canoa en la que te escribo esta carta— comprendo las visiones de nuestros maestros chamanes: veían cómo una estrella blanca que caía del cielo chocaba cerca de nuestra Maloka, haciendo estremecer el suelo con tal dureza, que caíamos todos al tiempo y era tal la intensidad del daño que esta estrella había producido en la tierra, que de ella emergió un grito que nos causaba un gran dolor en los oídos, nublando nuestra capacidad de escuchar todo sonido, excepto el que sacudía a nuestros cuerpos al sentir la magnitud del daño que había sufrido la tierra. Entre tanto, veíamos cómo todo a nuestro alrededor era consumido por las llamas y en menos de lo que advertimos, la estrella caída se había convertido en un anillo de fuego, en el cual ahora todos estábamos presos. De repente, una espesa neblina empezaba a caminar entre nosotros, al tiempo que se hacía más y más grande, a tal punto, que en un momento era imposible vernos los unos a los otros, ya que, al abrir los ojos, el humo castigaba con intenso ardor a nuestra vista.

Lo mismo sucedía al querer respirar; la tos y los lamentos se hicieron cada vez más intensos y desgarradores, hasta que, luego de un tiempo, el silencio se hizo categórico. La neblina oscura ahogó a nuestros hermanos, tal como la maldición lo está haciendo ahora conmigo. Si he de sacrificar mi vida para evitar que la profecía se haga realidad, entonces asuman este acto como una ofrenda hacia la vida y nuestras costumbres. Esta maldición ha sido traída a nuestro territorio en el alma corrupta de los hombres blancos. Todo lo que proviene de ellos es muerte y dolor. Antes de su llegada, varias generaciones atrás, esta era una región pacífica y próspera; nuestra tribu y las comunidades vecinas gozábamos de un equilibrio social y cultural notable. Compartíamos nuestro paraíso con cerca de cincuenta mil hermanos, hasta la llegada del hombre blanco, que venía en la búsqueda del oro del mismo color de su piel, que lloraban los árboles de caucho al ser talados o lacerados, así como hacían con nuestros hermanos, al no cumplir con las exageradas cuotas de recolección de caucho que les imponían. Los hombres blancos llenaban sus bolsillos y su ego a través de la sangre de los árboles y de nuestros hermanos. En solo diez años su codicia exterminó a cuarenta mil ancestros. Nuestro territorio se convirtió en la peor de las cárceles; en un campo de experimentación donde tenían lugar las más salvajes aberraciones en contra del espíritu humano. Somos vestigio de vida, somos huérfanos de una sociedad ancestral que lucha por no someterse a las tradiciones egoístas del hombre blanco. Las cenizas de nuestros ancestros están regadas por toda la selva y hoy nuestro hogar no es el mismo de nuestros ancestros; la selva luce triste, dolida ante la magnitud de los abusos y los sufrimientos de la que fue siempre testigo impotente. Las flores no muestran el mismo brillo de antaño: mientras nuestros ancestros no puedan descansar en paz, la vida en todas sus expresiones no podrá brillar de la misma manera. El dolor permanente, el que no se libera, es el más nocivo de los venenos: no nos eleva ni nos destruye, solo nos vacía y este es, sin lugar a dudas, el peor de los males. Hasta que el hombre blanco no sea capaz de vivir una vida con sentido, con una visión clara con respecto a lo que realmente importa, nuestra madre naturaleza no podrá aliviar su tormento que lentamente la destruye. Corresponde a tu generación ayudar al hombre blanco en su travesía de reencuentro con su origen y sus ancestros, que viven en la esencia de nuestras tradiciones arcaicas. Mi ciclo aquí ha finalizado.

Ahora me vincularé nuevamente con nuestro Padre, en el río Igaraparaná, en las aguas en que todo fue creado. Estoy seguro de que Él hará llegar esta canoa hasta nuestra comarca, a fin de que la voz de nuestra madre naturaleza sea escuchada.



Sobre el autor

Dayro Martínez

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Soy un Ingeniero de Sonido apasionado por la Literatura, y también por el origen más elemental de esta última: el arte de contar historias. Es una fascinación que exploro a través de lo sonoro y lo literario, la cual me ha enseñado que la vida cobra sentido bajo el color que nos brindan las historias.



El contenido de este artículo es propiedad de la Revista Cara & Sello



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