Literatura

La salida de Aura Rosa

Tiempo estimado de lectura: 14 min
2020-11-13 por Daniel Zárate

Abandoné Santana contra mi voluntad y la de mi familia, pero con una sonrisa en los labios. Yo quiero mucho mi pueblo, pero las circunstancias obligan a moverse, hay vainas que no le caben a uno en las manos. Por los días en que me fui los aires andaban calientes: rojos y azules se mataban a golpes por las calles, en las cantinas, y a veces, dentro de las mismas casas. Menos mal que todavía no llegaban las armas de fuego. Se mataban a causa de diferencias políticas, por ideas ajenas, por enemistades personales, qué ridiculez.

Todos los días nacía en el pueblo una madre de luto, hijos huérfanos, una nueva viuda; mañana podría ser yo la viuda de … Movida por ese temor y sumisa a la voluntad de mi esposo, lo seguí hasta el Valle del Cauca, donde había decidido pasar unos meses mientras se calmaba la vaina, en casa de su hermano Audón.

Pasé 6 de los 9 meses del embarazo de mi segundo bebé allá en el Valle. Como no me gustaba vivir a costillas de nadie, y éramos tres bocas, ya en la primera semana había conseguido trabajo aprovechando mis estudios de modista. Me contrataron como confeccionista de uniformes y hábitos para un colegio de monjas en Buga. También hacía arreglos de moda, vestidos y otros encargos para la gente del pueblo.

Al principio, como Adán casi nunca estaba en la casa, Audón intentó propasarse conmigo, pero yo lo frené en seco. Siempre le he sido fiel a mi esposo. Le conté el episodio apenas tuve oportunidad de verlo y la cosa no se volvió a repetir. Tampoco sé en qué terminó, pues eran asuntos entre hermanos. Además, todos en su familia respetaban mucho a Adán. Aunque no era el mayor, sí era el más tremendo.

El respeto que inspiraba se fue regando entre la gente del pueblo a la par que encontraba nuevos enemigos, que lo querían pelar por ser cachiporro, y uno de los buenos. Siempre estuvo rodeado de amistades poderosas e influyentes, un selecto grupo político de Moniquirá, donde figuraban también Jaime Castro, el ahora secretario jurídico de Pastrana; y su hermano Don Julio, codirector de la Aduana, que casualmente se encontraban también por Buga. Yo no sé qué hacía Adán porque nunca tuvo un cargo oficial, pero recibía mucho dinero de unos negocios que hacía con ellos. Mis hijos y yo nunca vimos de eso un solo peso, pero igual Adán era útil para nosotros. Era el papá.

Una tarde, Adán y Audón estaban tomando en una choza del pueblo, la única que vendía guarapo, trago predilecto de mi esposo. Dos godos, seguros de encontrarlo allí, estaban al acecho, observándolo a unos pasos de la puerta, fumando tabaco, esperando el momento en que estuviese sin su hermano, que era uno de los mejores blandiendo el machete, o al menos lo suficiente para mantener su vida hasta ese momento, que no era poco. En cuanto Audón se paró al baño los godos se entraron en la choza. Uno de ellos, que tenía enfundada la lámina, tomó por el brazo a mi esposo para evitar que sacase su revólver, adquisición reciente por la cual andaba tan desprevenido. El otro se disponía a atacar.

Con el chorro andando mi cuñado escuchó que le gritaban: ¡Audón, me matan! Salió corriendo sin abrocharse bien los pantalones. Cuando entró vio que Adán, en medio de los forcejeos, había logrado sacar su revólver, y el que lo había sujetado por el brazo ahora estaba herido por un machetazo. Sin embargo, lo sostenían y estaban próximos a matarlo. Audón hizo lo que tocaba: sacó su machete y mató primero al que no estaba herido y después Adán, soltándose gracias a su fuerza y altura, le pegó un tiro al que lo había agarrado.

Cuando volvió a casa, mi esposo ordenó que empacara lo necesario, nos íbamos del Valle esa misma noche. Yo había anticipado la noticia, que corrió rápido como es costumbre en el pueblo: Las víctimas de la tarde eran hijos de dos señores influyentes por ahí en la región que querían vengarse de un torcido que les hizo mi esposo a los papás, la vaina les salió mal.

Era como la 1 y media de la mañana. No había un alma. Llevábamos un baúl con poca ropa, el cabezote de la máquina de coser y los zapatos. Salimos por el monte para que no nos cogieran la pista por carretera. Yo pipona, Adán con el chino en brazos y entre los dos con el baúl a cuestas. No comimos en un día entero, el niño lloraba, pero al fin llegamos al terminal de Buenaventura y nos devolvimos para Boyacá. Nos tomó otro día llegar hasta Barbosa, y unas dos horas más a Santana. Yo no había dormido un minuto y tampoco había comido mucho, pero una vez que regresé al pueblo, sentí que regresaba a mí el hambre de soñar.

Allá mis chinos pasaron sus primeros años. Raúl se perfilaba como el hermano mayor ideal a pesar de su poca edad, y Rodrigo quería con admiración a su modelo. Sin embargo, pese a la felicidad que el campo daba a su infancia, yo quería que ellos tuvieran una buena educación, oportunidades de crecer y proyectarse, un buen trabajo, algo más de mundo, algo que no iban a adquirir en la casa familiar. Por eso, aunque yo encargaba el tercer bebé, mi primera niña, me vine para Bogotá sin decirle nada a mi esposo. No por miedo a las consecuencias, sino porque hacía un tiempo que no sabía de él y no pude decírselo. Lo tenían fichado, y si no lo habían matado, era porque venían a buscarlo a mi casa y allá nunca estaba.

Llegué a Bogotá en el año 56 donde una comadre, Anaversi, quien me recibió con mucho cariño en su casita del 20 de Julio, bonito en ese entonces. No viví mucho con ella, no había espacio para todos y yo nunca he sido recostada, tampoco me iban a alojar mucho tiempo. Por eso, 10 días después de buscar y buscar, me levanté un trabajito como confeccionista en una fábrica de Jeans en el centro y apenas pude, alquilé dos piecitas en la Gaitana. Sé que no depender de nadie da paz, que hay que conseguirse su propia comida. Vivíamos apretados pero tranquilos. Algunas veces íbamos de vacaciones en diciembre a la casa de mi familia y también visitábamos a Adán, que vivía en su finquita ahí en Santana.

Allá los muchachos tenían sus amigos, se hacían sus propios juguetes con lo que encontraban en el monte; a las 4 de la mañana ya pasaban los obreros a pedir tinto y caldo antes de ponerse a trabajar en las tierras. Mi hermana y yo ordeñábamos las vacas, cuando los niños se despertaban los mandábamos a recoger los huevos y sus gritos se confundían plácidamente con los de las gallinas al parir. Era la vida tranquila de campo, pero ya no miraba atrás. En las primeras dos vacaciones en que vi a Adán volví a quedar embarazada, de Estela y Marta, seguiditas, y las últimas. Ellas han crecido en Bogotá pero conocen Santana, y aunque ser modista no da mucho, a todos les he dado su colegio y el pan nunca ha faltado.

Pero mire que yo creo que la vaina como que va mejorando. Le cuento mija. Aquel día fui hasta la oficina de la Aduana donde trabaja este señor, el hermano de Jaime Castro, don Julio. No me dejaron ni entrar, aunque estuve en la puerta a las 6 am, con guantes y vestido. Pero yo soy fregada, soy terca, y aunque bien escondida, tengo mi vanidad y puedo ser bonita, lo utilizo cuando es necesario. Sé también que los hombres se encucan por cualquier vaina mija, y que sólo piensan en meterlo en el hueco. Al otro día volví, no con la esperanza de encontrarme a don Julio como dije después, sino con la intención de hablar con el celador, el mismo que el día anterior me había negado la entrada.

Le conté mi historia, le dije que Raúl y Rodrigo se habían graduado del colegio y estaban sin trabajo, que yo quería conseguirles un puestico. Añadí que yo conocía a Don Julio desde hace algunos años, que había comido en mi casa, comida hecha por mis propias manos, y que venía para hablar con él sobre el futuro de mis muchachos. Cuando terminé de hablar, y al ver que después de media hora don Julio ni llegaba ni salía, me dirigí a una cafetería y regresé con dos tintos. Conversamos otros 15 minutos, esta vez acerca de él y su familia. Era un campesino de Sogamoso, casado, tenía dos hijas y llevaba ya 8 años como celador del edificio. Agregó que sólo en contadas ocasiones veía a Don Julio, pues éste llegaba antes que él y se iba luego de su cambio de turno. Descansaba los domingos e iba a la iglesia.

Al día siguiente, siempre bien temprano, algo más de lo mismo. Antes de irme le regalé una chocolatina y con una sonrisa coqueta le pregunté si no podía dejarme hablar con la secretaria, me dijo que iba a preguntar. -Tranquilo mijo- lo frené- mañana usted me avisa- con esto sembré la duda y cambié la conversación, camuflaba así mis intereses y preferí no hablar más de ello. Le conté que hace unos años vivía en Santana, no le dije que estaba casada, él verificó mi historia observando furtivamente los dedos de mi mano derecha. Yo no tenía anillo, nunca me habían dado uno. Me fui por otros tintos y volví.

-El tintico y me voy, porque tengo que trabajar, mijo, de tanto coser no tengo tiempo ni para ir a la iglesia- agregué, aunque no soy muy creyente, para que comprendiera en sus términos el esfuerzo que me costaba dedicar esos 45 minutos de conversación con el buen señor.

-Tengo que sacar tiempo para hacer más arreglos porque la plata no alcanza, entonces tengo que trabajar más, y no puedo pasar tiempo con ellos- y me callé para pensar: entonces tengo que trabajar más y sé lo maluco que es pasar las horas bajo el yugo del otro, por eso quiero que mis muchachos trabajen para que se independicen y no les toque vivir lo que a una le toca; entonces ellos cogen vuelo y se queda una tranquila aunque sufra y pase hambre, entonces uno los ve felices y su amor de madre y sus esfuerzos, y la honestidad y el empeño se recompensan, entonces todo cambia, entonces… No mijo, no lo aburro más- dije saliendo de mi silencio- nos vemos mañana.

Después de eso sabía que me había ganado al celador, al que abre las puertas y le da el paso a uno al mundo para el que ha estado esperando. Ganarse al celador, es una ley en este país. Luego, de puertas para adentro, repitiendo el guión y algunos gestos como el de la chocolatina, embolsillé a la secretaria, una muchacha joven y bonita. Vinieron los cumplidos, las historias, los chismes, ser escucha, la cita con don Julio una semana después, rápido, porque no había tiempo. Como ya dije, mi esposo, que ahora viene de vez en cuando a Bogotá, conocía a don Julio. Por la amistad con la familia me prometió acomodarlos en algunos puestos disponibles y mis muchachos hace ya 6 meses que empezaron a trabajar, pasaron la instrucción y les va bien.

Yo no esperaba que ellos me ayudaran, a decir verdad, con no tener que darles de comer era alivio suficiente, uno puede empezar a acomodarse, buscar un barrio bonito, donde haya gente de bien echada pa’ delante, buenas amistades para sus hijos, ahorrar para comprar una casita, ya veremos. Todo va bien, no me quejo, pero una recibe bofetadas que duelen más que los golpes de Adán, esas que van al amor de madre. Bofetadas inmerecidas que duelen mucho, mija, directo a la bondad y el corazón de una que se ha sacrificado por sacarlos adelante, porque no les falte nada.

Raúl está de guardia entre Urabá y Medellín con la Aduana y Rodrigo viene mañana después de 3 meses de estar con la Marina, los dos son una especie de celadores entre fronteras. Hoy me llegó una carta por correo, que recibieron mis hijas de parte de Raúl. No era su letra y tenía una factura grapada. La carta decía:

Mire hijueputa, su hijo me tiene como reina viviendo en hotel y usted no tiene con qué limpiarse el culo.

No tenía firma. El resto era un recibo de 200 mil pesos de una pieza de hotel en el Poblado, con la lista de los desayunos y las comidas hecha a máquina de escribir.

He llorado mucho, ni sé por qué. Es la vida de ellos, cada quién verá en qué se gasta su plata. Sé que mi chinito no tiene la culpa, él no tiene la culpa, yo lo perdono. Pero ni un centavo ha dejado para sus hermanas, menos para mí, y esta muchacha me escribe semejantes cosas. Ay no mija, cada vez el mundo se pone peor, uno ya no sabe qué pensar de esta juventud, de las muchachas. Ya no son peladas sanas. No sé para qué hacen llorar a propósito a una madre, yo ni la conozco.

Yo sé que mis chinitas van a salir adelante, ahora sólo somos las 4, y guardo la esperanza de que Rodrigo haga algo diferente, él no se parece tanto a su papá.

Aura Rosa, 1972.

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- Dayro Martínez y Daniel Zárate

El día de hoy traemos los relatos que tiene nuestra tierra por contar. Nuestros flagelos e ilusiones se escuchan en las poéticas palabras de Dayro Martínez y Daniel Zárate, siendo este último el autor de una historia de una mujer colombiana que podría tener el rostro de muchas, pero que hoy… nos cuenta algo de su historia.
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2021-11-09 con el locutor Juan David Díaz Molina un producto Cara & Sello



Sobre el autor

Daniel Zárate

Editor, Escritor

Estudiante de periodismo de la U Central, no entiendo bien la comunicación. Parado en mis 20's. No mato zancudos. Cedo el paso. No peleo. Me han quitado novias. No me gusta la tolerancia, igual no me importa. Un ignorante. Pero como quien ríe al último escribo para burlar a los finales.



El contenido de este artículo es propiedad de la Revista Cara & Sello



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