Literatura

Los caminos de Dios son misteriosos

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2021-03-19 por Andrés Camacho

Estaba despechado, hace tres meses que me dejaron. Mis amigos no lograban sacarme de este estado. Me invitaban a fiestas, contrataron una prostituta y hasta me presentaron a sus hermanas. No funcionó. Fui donde el psicólogo, le conté sobre mi idilio, me dijo con suavidad: - todo pasa, el tiempo y la gente harán efecto -. No le creí, el hombre tenía una argolla en la mano derecha, la movía nerviosamente cada vez que le reafirmaba: -no me dan ganas de comerme otra vieja-. Partí decepcionado porque había perdido 200 mil pesos en la consulta.

En la tarde del sábado me llamó un amigo que casi no lo veo porque vive muy lejos. Me comentó que quería llevarme a una iglesia, cerca a mi casa. Con tono fuerte, me ordenó que estuviera listo a las ocho de la mañana del domingo. Pasaba por mí en su carro y de ahí iríamos a su culto. Al otro día me recogió, supuse que estaríamos allí hasta las nueve, tenía que planchar las camisas que uso en la semana y eso tomaba tiempo. Llegamos a un edificio elegante sobre la Avenida Suba con calle 95. Pensé que me había llevado a un restaurante porque la fila llegaba hasta el final de la calle. Me intrigué, por la fila y sus elegantes asistentes, creyendo que era el día de la madre y lo había olvidado, pero estábamos en marzo.

En la fila me dijo que allí iba a encontrar la tranquilidad que tanto buscaba. Me aseguró que en Dios yo iba a entregar mi dolor y sería feliz. En el nombre de Cristo yo iba a dejar ir mis tristezas y me convertiría en la persona que siempre quise ser, porque sus bendiciones son infinitas. Lo escuchaba y le daba las gracias por ayudarme, lo hacía con respeto y casi por obligación. Por veinte minutos la fila no avanzaba, traté de sacar un cigarrillo, pero mi amigo no me lo permitió, me regaño: - Carlos, aquí no nos dejamos llevar por el mundo -. Lo guardé casi con vergüenza, mientras él estaba atento sobre el bolsillo en el cual cargaba mi mundo.

Entramos por fin, eran las ocho y media de la mañana: media hora perdida, tal vez una camisa menos que pueda planchar hoy. Nos ubicaron en lo que parecía un teatro, parecían las sillas de un cine, solo que no tenía el espacio para poner el vaso en el apoyabrazos. Mientras decidíamos donde desayunar, apagaron las luces, empezó a sonar una guitarra eléctrica con una voz muy suave. Sentí que estaba en un concierto, empezaron a cantar sin previo aviso y los asistentes se pusieron de pie de inmediato. Hubo un repertorio de hora y media, mi amigo cantaba todas las canciones. En una de ellas, noté como lloraban todos los que estaban a mi alrededor, no entendía el porqué. El cantante decía que las penas las elimina solo Dios, no somos capaces de eliminarlas nosotros, necesitamos ayuda y hay que aceptarlo.

Terminó el concierto, nos sentamos por fin y todos sacaron de sus bolsos un cuaderno y una biblia. Nunca había visto esto antes: la gente anotaba lo que aprendía en el sermón. Toda la mañana el orador comentó sobre situaciones que podemos sentir como propias: crisis matrimonial, pérdida de un empleo o la bancarrota. Me hizo necesitar un cambio en la vida. Tengo que ser mejor para mí, mi familia y mis amigos. Pero la respuesta siempre estaba en la Palabra de Dios. Podría recuperar a mi novia, y ser exitoso en mi vida profesional si entregaba mis decisiones a un poder superior que no comprendía. Debo pedirle a Dios que me guíe y me apoye para que mis sueños se realicen. Sin embargo, habría situaciones en mi vida que no cambiarían porque: “los caminos de Dios son misteriosos”.

Después de una hora de sermón sobre la importancia de entregar nuestras decisiones a un poder superior, el conferencista que llamaban pastor, terminó por decir: “Las personas que vienen por primera vez al Lugar de su Morada deben de ponerse en pie”. Ahí estaba parado, como un idiota, con otros cinco que no tenían idea de lo que pasaría. Hicieron una oración por nosotros y nos prometieron una sorpresa si decidíamos quedarnos para hablar personalmente con el pastor. Mi amigo me pidió que fuera a hablar con él, me esperaría afuera para ir a desayunar o almorzar, ya no tendría tiempo para planchar todas las camisetas. Me desesperé un poco al pensar en esto.

Me llevaron a lo que parecía ser la oficina del pastor, nos ofreció a los cinco una botella de agua. Solo dos personas aceptamos el gesto. Pensé que, si hacía esto cada domingo, debía perder mucho dinero. Con aparente alegría demostró que estaba muy contento de que lo siguiéramos hasta la oficina, comentó que el camino a Cristo no era fácil y que debíamos decidir entre vivir en el mundo o la felicidad de dejar todo en las manos del Señor. Hubo un silencio, por compromiso dije que sí. En ese momento el pastor me entregó el obsequio: la grabación en DVD de la prédica a la que acaba de asistir. Yo ni siquiera tengo aparato alguno para reproducirlo. Nos tomaron el número de teléfono, los nombres completos y la dirección más o menos exacta de donde vivíamos. Para cuando salí eran las 11:30 de la mañana, mi amigo estaba afuera del edificio esperándome muy emocionado de lo que me había dicho el pastor, me aseguró que era honor conocerlo personalmente y estar a unos pocos centímetros de él, pocos han tenido ese privilegio. Yo tenía hambre porque no había desayunado, me invitó a almorzar con otros “hermanos” de la iglesia.

El restaurante quedaba a unos pocos pasos del elegante edificio. Mi amigo me presentó a un grupo de seis personas, en él había cuatro mujeres que estaban buenas. En el camino, nos rezagamos un poco del grupo, me susurro que existía la posibilidad de conocer a quien sería mi esposa en el futuro: ¿Quién mejor para el matrimonio que alguien que seguía el camino del Señor? Durante el almuerzo entendí que estas personas pasaban la mayoría de su tiempo juntos. Compartían clases en la Iglesia después del trabajo, también practicaban crossfit los martes, y los viernes participaban en un grupo de oración. Antes y después de comer le daban gracias a Dios por las bendiciones recibidas. Pensé que hasta para cagar daban las gracias, como si esto dependiera de un poder divino.

Me incitaron a comenzar las clases de la iglesia los martes. Tenían un costo de 320 mil pesos mensuales y la matrícula estaba por un precio más alto que eso. La más bella de mis acompañantes, Pilar, me comentó que ella siempre estaba allí. Por la forma en que me habló, me hizo pensar que, saliendo de una de esas clases, podríamos ir a comer algo. Me comentaron que si me interesaba podrían invitarme una noche a las clases de crossfit. La primera clase es gratis, luego de eso tendría que pagar una mensualidad de 250 mil pesos. Pilar me insistió para que los acompañara y acepté con la condición de que luego me dejara invitarla a cenar. Aceptó.

Al cabo de un mes ya estaba pagando por membresías a lugares que nunca pensé ir, hasta compré una biblia que vale más que una de mis camisas. Y me veía tres veces por semana con Pilar y en algunas ocasiones salíamos solos. Me aburrí, no podía hablar con ella de otra cosa que no sea religión. Si le comentaba una situación en el trabajo, en lugar de continuar la conversación, la terminaba afirmando que Dios me mostrará el camino para solucionar la situación. Si en algún momento le mencionaba a mi familia, me presionaba para llevarlos a la iglesia. Un día la invité a mi apartamento para cocinar algo juntos, llevó un pan pasado y una botella de vino dulce, que particularmente detesto. Ella casi acabó con la botella, yo tomé apenas una copa. El vino se le subió a la cabeza. En el sillón comenzamos a besarnos y luego terminamos en la habitación. Me desvistió con prisa y la lancé sobre la cama. Cuando acabamos comenzó a llorar, entre sollozos me dijo que había incumplido otra promesa a Dios. No era digna de ir a la prédica del próximo domingo. Se vistió con rapidez y se fue. Traté de llamarla en los próximos días, pero no me contestó.

El domingo no encontré a Pilar en la iglesia. En un desespero fui a buscarla a su apartamento. Por el citófono le insistí que me dejara hablar con ella. Cuando por fin me dejó entrar, fingí demostrar vergüenza con ella, le mencioné con tristeza que nunca quise perjudicarla, y que venía para solucionar su situación de una vez por todas. Me miró con sorpresa y me dijo: - lo mejor es que no nos volvamos a ver, no quiero volver a sentir la traición que cometí contra Dios cuando accedí a acostarme contigo -. Le prometí que nunca más me volvería a ver, salí de allí, así como del Lugar de su Morada. Una tarde, mientras tomaba un tinto, pensé: los caminos de Dios sí que son misteriosos.



Sobre el autor

Andrés Camacho

Director General

Cofundador de la Revista Cara & Sello. Politólogo o al menos eso dice el cartón que cuelga en mi pared. Amigo de la literatura y la música. Columnista semanal: escritor desde de lo cotidiano y lo marginal.



El contenido de este artículo es propiedad de la Revista Cara & Sello



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