
El Transmilenio es mi escenario. Para muchos es un bus sucio que se detiene en estaciones aún más sucias, esas que se combinan con lo gris de las calles: que representan la decadencia de una ciudad que no le pertenece a nadie. Pero es mi lugar de trabajo y me da para comer. Es aquí donde estoy más cómodo.
Antes de morir, mi papá me pagó dos semestres de la carrera de letras. A mi mamá nunca la conocí, así que vivo con mi abuelo. Vivimos en la Perseverancia, cerca al centro de Bogotá, donde él es conocido por su chicha. La vende a los estudiantes y a algunos vecinos, pero a un precio ridículo, al mismo de hace unos diez años. Apenas podemos comer dos veces al día. Así que tengo que buscar más plata para el diario. No me contratan como mesero ni portero. No tengo experiencia ni el curso de celador, ni el de alturas.
Una noche mi abuelo me dijo que tenía hambre, no teníamos un peso: mi abuelo trabajó mucho en esta vida, a esta edad no debería preocuparse por la comida. Me levanté temprano al otro día, corrí hacia la estación de la carrera 26 y me colé saltando la registradora. No había nadie cerca para verme. Me subí en el primer Transmilenio que llegó, iba para el norte. No sabía si cantar o contar un cuento. Como no tenía ni música, ni una canción completa en la mente, decidí relatar una historia.
Me presenté como William, alguien que por la vida y la plata había dejado de estudiar letras. Solo llevaba unos cuentos conmigo, ni para el plante de los dulces me alcanzaba. Conté el Ruiseñor y la Rosa de Oscar Wilde. Algunos aplaudieron al final y me hice mis primeros 400 pesos. Me bajé contento de mi primera experiencia, ya sabía que con ese cuento al menos podía obtener algo de plata. Sin embargo, tenía muchos propios y la mayoría que sabía eran tristes.
Esa misma tarde, una señora, de esas que vienen de la oficina: mal vestida y con cara de cansancio, me sugirió contar cuentos que terminen con una sensación de esperanza, donde el mundo tiene una parte bella, por pequeña que sea. Me duele pensar que mi literatura está reducida a cuentos de amor ridículos y situaciones que parecían más bien fábulas, de estas que me aseguran algo de dinero. Lo hice por mi abuelo, sacrifico mi rumbo por el hambre de un anciano. Al fin y al cabo, él y yo somos dos mártires que sufren, vivimos nuestras realidades. Siempre me dice que Dios paga los sacrificios.
Yo sufro mis cuentos, las expresiones de ternura que ponen quienes los escuchan me hacen sentir un fracasado, pero me gano mis pesos. Cuento sobre los amores en Transmilenio, sobre lo que es el amor a primera vista. Hablo sobre historias donde los ladrones son atrapados y ajusticiados por la policía. También embisto a la pobreza, quienes la conocen de primera mano, saben lo que significa darse un respiro de ella, al menos una vez al mes. Siempre trato de crear sucesos en donde ellos se sienten identificados. Camino entre los pasillos buscando quien me dé dinero. Los jóvenes y las señoras son quienes apoyan mi forma de mi vida, siempre que me lo entregan les digo a los ojos: Mi Dios le pague.
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