Literatura

¿Y mis monedas?

Tiempo estimado de lectura: 10 min
2021-03-05 por Andrés Camacho

Llevo cuatro años trabajando al frente de este mini mercado del norte de Bogotá. Durante este tiempo he logrado conseguir plata ayudando a estacionar carros, guardando mercados en los baúles o llevando las compras hasta la casa de vecinos del sector. En la mayoría de los casos, me regalan las monedas que fueron devueltas en la caja, algunos escogen qué monedas darme, quedándose con las de mayor denominación. A mi no me importa ganarme menos de mil pesos por un trabajo que realizo en menos de dos minutos. Así como las prostitutas, me contento cuando se acerca la quincena. Sé que la gente tiene el dinero suficiente para comprar un mercado grande y la limosna se convierte en billetes. Algunos me dicen que tengo cara de vicioso, entonces me regalan una caja de leche o una bolsa con pan para sándwich. Qué lástima que la oportunidad de conseguir algo más de dinero solo venga dos veces al mes.

Cuando llega un carro al mini mercado, me fijo en la marca y quién lo maneja. Cuando es un vecino, me alegro de saber que realizará el mercado para el mes, porque le puedo ayudar con las bolsas. Siempre estoy pendiente en la puerta de quienes tienen más bolsas al salir. Antes de que pongan un pie en la calle, ya tengo las bolsas en mis manos para llevarlas a sus carros. Los miro a los ojos cuando termino y espero a que se metan las manos en el bolsillo. Tomo el dinero casi sin verlo y calculo el peso de las monedas en mi mano, ya puedo diferenciar si es mucho o poco. Si llego a percibir que es poco, cuento las monedas de mala gana y uso mi mejor cara de decepción, le agradezco casi sin ánimo. Cuando regresan me dan más dinero, a veces me entregan todas las monedas del bolsillo sin siquiera mirarlas o, si no es suficiente, me dan un billete de dos mil pesos.

Con quienes más trato de buscar negocio son los ancianos y las mujeres. Los viejos son los que mejor propina dan y siempre necesitan ayuda así vayan con solo dos bolsas. Cuando salen con cajas en vez de bolsas, los dejo caminar dos pasos para que sientan el peso, ahí corro para auxiliarlos y cargar las compras en el carro o llevarlas hasta su casa. Ya tengo un listado de dónde vive cada vecino, en algunas ocasiones me dejan entrar hasta su cocina, mientras que en otras solo llego hasta la entrada del edificio. A las mujeres de este barrio no les gusta cargar nada, prefieren perder unas monedas antes que lastimarse las manos con el peso de las bolsas. De camino a su casa siempre les miro el culo, sobre todo si son jóvenes, me imagino que cuando estamos dejando el mercado en la cocina, buscan monedas o billetes por toda la casa mientras yo espero en la sala. Imagino como se disculpan conmigo por la demora y me ofrecen algo de beber: un guaro para recobrar las fuerzas. Después de que termino mi trago, aquella mujer me dice que solo se le ocurre una forma para pagar el mandado. Tenemos sexo durante horas solo porque ella no tuvo alguna moneda o alimento con qué pagarme. Tristemente, nunca me ha pasado: ni lo del guaro, ni lo del sexo.

Desde hace dos años los venecos empezaron a pedir comida en la salida del mini mercado. La gente los ve con niños y es a ellos a quienes les toca la leche, el pan y las monedas sobrantes del mandado. Algunas veces no tienen ni que ayudar a la gente con las bolsas, me molesta que se ganen el dinero que me pertenece solo por la lástima que genera en los vecinos. A la semana me cansé de la situación, no estaba juntando lo suficiente como para pagar la pieza en el centro. Les grité que fueran a pedir limosna en otro lado, y me hicieron caso. Cuando estaban por cerrar el mini mercado, llegaron diez venecos a gritarme e insultarme por sacar a sus compatriotas. Les dije que yo ya estaba ahí desde hace mucho, no me iban a robar mis monedas. Me dejaron conservar mi lugar si podía quedarse conmigo una joven con una niña de cuatro años. Estos venecos son una nueva mafia, hasta en eso nos han reemplazado.

La joven, que no tenía más de 25 años, se sentaba en la entrada mientras que yo seguía pendiente de la salida. Siempre atenta a pedirle al que entraba algo de comer para ella y su niña, todo el día ahí sentada, esperando que el pan le cayera del cielo. En los primeros días, llenó por completo la bolsa que siempre cargaba. Luego, la gente que pasaba le daba menos mercado, llegaron los días en que se iba con la bolsa vacía. A la hora del almuerzo yo siempre compro una gaseosa y un paquete de mortadela, no pude comer enfrente de una niña que se notaba que hace horas no probaba bocado alguno. El primer día le di una tajada, se la comió con ansias reprimidas por días, al siguiente día le ofrecí a la mamá. Empezamos a hablar de nosotros. Se llama Elizabeth, me contó que era de Maracaibo y allá trabajaba en un café internet, pero la crisis la dejó sin trabajo y sin comida. Al papá de la niña lo habían matado en las protestas del 2017.

Le conté que nací en Agua de Dios, un municipio no muy lejos de Bogotá, que se le conoce como el pueblo de los leprosos: Allá terminaban todos los que se contagiaban de lepra en Colombia. Dicen que les lanzaban comida y monedas desde la carretera. Ahora es un pueblo colombiano como cualquier otro, excepto que no tiene iglesia en la plaza central. Me fui porque mi papá le debía plata al dueño de unos camiones, lo mataron y ahora querían hacer lo mismo conmigo. Mi mamá vive allá aún, le mando algo de dinero cuando tengo la oportunidad, pero hace años que no la veo. No terminé ni la primaria, así es muy difícil conseguir trabajo, porque hasta para ser obrero se necesita curso de alturas. Supe de un vecino que se había venido a Bogotá y trabajaba en esto. Al pueblo llegó con buena plata y contento de haber encontrado un mejor futuro. Me fui en febrero y no volví.

Un día le pregunté a Elizabeth dónde dormían, me contó con tristeza que compartía una habitación con otras nueve personas y tenían que dormir en el piso. En una ocasión le ofrecí mi habitación, le dije que podían dormir una noche en una cama, mientras yo dormía en la silla. Me contestó que lo pensaría, aunque a los pocos días aceptó. De camino, en el bus, alcé a la niña, le hacía cosquillas y le daba besos en la cabeza. Les compré, con mis monedas, un pedazo de pizza a cada quién para que durmieran con el estómago lleno. Traté de hablar con Elizabeth después de que la niña se durmió, pero a la media hora ya estaba dormida. Casi no pude descansar esa noche, me arrepentí de haber llevado a casi unas desconocidas a mi habitación. Además, eran venecas, estaba ayudando a quienes me habían quitado el pan de la boca y las monedas que conseguía con tanto esfuerzo. Salí temprano para el mini mercado, no las desperté esperando obtener la mayor cantidad de monedas posible. Elizabeth llegó a las 11 de la mañana con la niña, me saludó de beso y me agradeció por la pizza, pero con tristeza me confesó que no le gustó despertar con mi ausencia.

Con indiferencia me disculpé, le conté que me desperté muy temprano y para no hacer mucho ruido decidí venir a trabajar desde antes. Con algo de pena me dijo que seguramente no podría alcanzar a hacer el dinero suficiente para pagar la habitación con los otros venecos. No me quedó otra opción que ofrecerles de nuevo mi espacio. De camino a la posada le confesé que no podía dormir en la silla, me estaba matando el dolor de espalda. Me aseguró que podríamos dormir con tranquilidad en la misma cama, entendía que eran invitadas. Cuando llegamos, me pidió permiso para usar la ducha con la niña, no me opuse, me pareció oportuno que al menos oliera bien si íbamos a compartir la cama. Salieron de la ducha y se acostaron al instante, la niña quedó profunda en dos minutos, se sentía en su respiración. Elizabeth se acostó dándome la espalda, a la media hora empezó a rozarme con el culo mi pene. Al principio pensé que era una equivocación, pero luego metió su mano dentro del pantalón para masturbarme. Tuvimos sexo esa noche y hablamos hasta la madrugada, me contó que se sentía cómoda conmigo, que no se quería separar de mi desde que me conoció.

Un mes se quedó conmigo. Empecé a sentir la niña como hija mía, me sentí feliz de llegar con alguien a la habitación y tener sexo la mayoría de las noches. Me entró la necesidad de buscar un mejor trabajo y así arrendar un apartamento para los tres. Un sábado salí temprano para el trabajo, prometiéndole que sería de las últimas veces que iría al mini mercado. Le dije a Elizabeth que se quedaran porque la niña tuvo fiebre la noche anterior. A las 2 de la tarde me llamó, me contó con pena que se tenía que ir: el papá de la niña había llegado a Bogotá y se irían para Cúcuta con él, estarían más cerca de la familia. Me quedé mudo porque me había dicho que el tipo había muerto. Me agradeció por la habitación y la ayuda, me dijo que nunca me podría olvidar. Me quedé en silencio por unos segundos, gritó con desespero: - ¿aló? ¿aló? - Le respondí: - ¿alguna otra cosa? - Por último, me pidió perdón varias veces. Colgué, sentí que este mes había sido un pequeño receso, casi como un sueño. Después de la llamada corrí para la habitación, solo para ver que no se habían robado nada, o en realidad con la ilusión de que allá estuvieran y evitar que se fueran.

Cuando entré, encontré todas mis cosas, pero las venecas ya no estaban. Olvidó uno de los vestidos de la niña en el baño, donde estuvo lavando su ropa y me dejó unas monedas encima de la cama, como si se sintiera culpable de habérmelas quitado durante este mes. Todo pasa, menos las monedas, pensé días después esperando un cliente, escuchando el ruido de las monedas en sus bolsillos.



Sobre el autor

Andrés Camacho

Director General

Cofundador de la Revista Cara & Sello. Politólogo o al menos eso dice el cartón que cuelga en mi pared. Amigo de la literatura y la música. Columnista semanal: escritor desde de lo cotidiano y lo marginal.



El contenido de este artículo es propiedad de la Revista Cara & Sello



Cargando comentarios...
Scroll to Top