Política

¡Hasta nunca, general!

Tiempo estimado de lectura: 11 min
2020-11-10 por Andrea Forero

Crédito: Reuters

El pueblo chileno despertó. Las agudas consignas por la liberación del yugo colonial y la batuta autoritaria del capital resuenan en las calles de la nación chilena y sustituyen, definitivamente, el letargo colectivo por el fervor hacia la dislocación de un pasado totalitario y neoliberal. El sometimiento hacia el orden se auto consume en el centro de la crisis, deviniendo, en el temido agotamiento de la herencia dictatorial y la parálisis de la acción social. La vitalidad histórica chilena le devuelve a la razón su responsabilidad histórica en la construcción de un devenir más cercano a la justicia y la igualdad social. Es así, como el plebiscito chileno, abre -por primera vez en su historia reciente- la contundente posibilidad de consolidar un nuevo contrato social, cuya fuerza progresista sea capaz, por lo menos, de interrumpir la linealidad del relato neoliberal.

Bajo el lema: “la solución de los conflictos de nuestro tiempo tendrá que ser liberal o no será”, el mandato de Washington confabuló una acción encubierta hacia Chile desde mediados del siglo XX que consistía fundamentalmente en la influencia en los resultados de las elecciones presidenciales; las presiones económicas por medio de la no renovación de créditos bancarios, el retraso de entregas de exportaciones y la presión a compañías de ahorro y préstamo del país; y, como punto culmen de tal intervencionismo, el golpe de Estado orquestado contra el gobierno democrático y legítimamente establecido de Salvador Allende. Esta injerencia, registrada incluso por el Congreso de los Estados Unidos a través del Informe Church, comienza una de las etapas más sangrientas no solo de la historia chilena, sino de toda la región latinoamericana en el marco del Plan Cóndor y su consecuente promoción de la “doctrina de seguridad nacional” frente al inminente establecimiento de repúblicas socialistas en los países del sur.

La imagen, el sonido y el sentido de Chile cambiarían radicalmente con el bombardeo del Palacio de La Moneda y la muerte de la esperanza socialista personificada en la figura de Allende. Las alarmas de guerra de la Marina; el grito estruendoso del militar que indaga, juzga y ejecuta; y las transmisiones radiales que repiten incansablemente el retumbe de las botas que marchan al unísono, marcarían el sello sonoro de la dictadura militar. Sonido que, por supuesto, estaría acompañado de una imagen sombría de la vida cotidiana, rodeada de tanques, patrullas y carabineros militares; de camiones llenos de civiles apresados; de arrestos ilegítimos y arbitrarios en centros universitarios, industriales y estatales y de “caravanas de la muerte” que se dirigían a puntos estratégicos como el Estadio Nacional, la Isla de Quiriquina o diferentes cuarteles policiales que fueron conocidos, justamente, por la ejecución y aniquilamiento ilegítimo de la sociedad chilena.

Este nuevo paisaje insensatamente bélico y dogmáticamente dirigido por la fuerza del capitalismo totalitario sería presagiado trágicamente por uno de los íconos revolucionarios más importantes de la cultura chilena, el cantautor Víctor Jara escribiría el siguiente poema minutos antes de ser ejecutado en el Estadio Nacional:

Somos cinco mil en esta pequeña parte de la ciudad, somos cinco mil.
¿Cuántos seremos en total en las ciudades y en todo el país?
Solo aquí, diez mil manos siembran y hacen andar las fábricas.
¡Cuánta humanidad con hambre, frío, pánico, dolor, presión moral, terror y locura!

Este uso del terror con que se inauguró el nuevo gobierno militar liderado por Pinochet se perpetuara durante toda la dictadura y sería precisamente la forma ideal de represión e inmovilización del pensamiento político por medio de la díada poder-terror que frenaría cualquier posibilidad de desarrollar o siquiera incubar el pensamiento socialista, marxista o de simple carácter crítico u opositor.

El establecimiento de la dictadura de Pinochet abre, de esta manera, una nueva etapa de violencia institucionalizada por medio de la reforma y creación de diferentes leyes, reglamentos y eventualmente, la creación de una nueva Constitución declarada en 1980. La creación de este orden es justamente lo que Walter Benjamin concibe como el carácter mítico de la violencia del derecho: una que establece límite a la materialización de la acción social, al mismo tiempo que instituye el orden como valor supremo. Esta preeminencia del derecho -como garante de la estabilidad social- sin embargo, se revierte en el caso chileno y atenta contra aquello que debería resguardar: “el interés del derecho, al monopolizar la violencia no expresa la intención de defender los fines del derecho sino, mucho más así, al derecho mismo” dirá el filósofo alemán.

La manifestación de este fenómeno se refleja justamente en el ciclo decadente de la violencia, que, en un primer momento, crea un orden social particular, y luego, una vez instaurado, se convierte en medio para su preservación. El golpe de Estado fue, de esta manera, la expresión del primer caso, mientras que el despliegue de las fuerzas militares y su ulterior persecución sistemática, tortura, desaparición y asesinato a opositores de la dictadura fue la exteriorización del segundo. Dejando más de 40.000 víctimas (Comisión Nación sobre Prisión Política y Tortura, 2011), la violencia dictatorial chilena, por lo tanto, se convirtió a la vez, en medio y fin. De allí emerge, justamente, su sacralidad, como bien dirá la filósofa Rocío Zambrana “el orden mítico es mítico porque no permite que nada suceda por fuera de sus modos de vinculación”, y en cuanto tal, no permite la coexistencia de modos alternos de concebir la realidad.

“El orden mítico es mítico porque no permite que nada suceda por fuera de sus modos de vinculación”, y en cuanto tal, no permite la coexistencia de modos alternos de concebir la realidad...

A este aparato represivo se le suma otra forma de ejercer la violencia estructural, una que, aunque podría ser menos evidente, fue sin embargo la que causó el estallido social en Chile: el establecimiento de un modelo neoliberal que privatizó los sectores de servicios y derechos básicos. El Estado quedó reducido al papel de la provisión de un marco jurídico ideal para el libre funcionamiento del sector privado, y desde allí, pudo dejar de lado cualquier posible preocupación por el bienestar de la población.

Así, Chile se convirtió en el terreno experimental de la escuela de economistas de la Universidad de Chicago (los Chicago Boys) y el primer país en adoptar, en el marco de la dictadura militar, la doctrina elaborada por Milton Friedman en torno a la desregulación de la economía y la consecuente contracción estatal por medio del recorte del gasto social, la privatización de empresas de provisión de servicios básicos, la “flexibilización” laboral, reforma pensional y liberalización de los sectores de materias primas en su intento por interconectarse con el cada vez más globalizado mercado mundial.

Cabe anotar, que la Constitución declarada bajo el mandato de Pinochet ha tenido más de 50 reformas hasta 2019 en el marco de la transición democrática, y podría pensarse que su herencia se había diluido tanto que no valdría la pena pensar en una modificación o completa reestructuración de esta1, sin embargo, el legado neoliberal de los “Chicago Boys” persigue a la historia del país -y de la región- hasta el día de hoy.

Lo que causa la manifestación multitudinaria de la población chilena es, en efecto, la estructura económica y social que continúa siendo presa del giro neoliberal: la privatización de las pensiones, del sector de la salud y educación, la disminución de los salarios, el incremento de la pobreza, la quiebra de empresas medianas y pequeñas absorbidas por los grandes monopolios y el enriquecimiento de la clase privilegiada chilena que, como asegura la CEPAL ha dejado a la clase media y baja con apenas un 2,1% del total de la riqueza de la nación, son, en esencia, los elementos estructurales que preservan el espíritu neoliberal dentro de la Constitución y el cuerpo de leyes que la acompañan.

Lo que causa la manifestación multitudinaria de la población chilena es, en efecto, la estructura económica y social que continúa siendo presa del giro neoliberal...

Es en este contexto que es posible entender la irrupción violenta de la ciudadanía chilena a finales del 2019 y el respectivo agotamiento del sistema neoliberal que regía al país desde el mandato de Pinochet. La protesta social chilena logra, con indiscutible eficacia, desarticular el orden vigente determinado por el misticismo hacia el capital y se convierte, si se quiere, en aquello que Benjamin llamaría la “violencia divina”: un acto de manifestación que, aunque en apariencia destructora, es, por el contrario, creadora de un nuevo momento histórico transformador:

En tanto que la violencia mítica es fundadora del derecho, la divina es destructora de derecho. Si la primera establece fronteras, la segunda arrasa con ellas; si la mítica es culpabilizadora y expiatoria, la divina es redentora; cuando aquella amenaza, esta golpea, si aquella es sangrienta, esta otra es letal aunque incruenta.

Esta forma de manifestación destruye definitivamente la violencia creada por la unión destructora del capital, el Estado y la ley, y no acepta, de manera alguna, una transformación en los mismos barrotes del totalitarismo neoliberal sino, por el contrario, su completa reestructuración. Esta nueva forma de manifestación política en Chile personifica, justamente, la destrucción del derecho vigente y clama vigorosamente por la necesidad de establecer un nuevo contrato social que revierta las injusticias sobre las que se fundó, en un primer momento, la existencia de experiencias sociales radicalmente desiguales.

La creación de este nuevo contrato social se abre gracias a la victoria del plebiscito y la creación de una nueva Constitución. Indudablemente, su triunfo más meritorio es devolverle, una vez más, al cuerpo jurídico que regirá la nación, el bastión de la soberanía popular y de la agencia política ligada a ella. La nueva Constitución abre la puerta a la consolidación de una verdadera comunidad en términos kantianos: una que sintetice la voluntad reunida del pueblo; que se levante sobre los pilares de la legitimidad, equidad y justicia; y que pueda integrar, sin discriminación alguna, a los miembros de su sociedad. El milagro chileno no se basa únicamente en la interrupción temporal de la vida cotidiana, sino que, articula efectivamente una manifestación violenta como consecuencia de un sistema social que no le ha dejado otra vía de expresión y, de esta manera, logra desestabilizar y repensar la identidad de la nación. Solo la materialización de tal ímpetu subversivo podría ser capaz de pensar la historia reciente de Chile como una donde nace, se desarrolla, pero también decae la fuerza del neoliberalismo y, por supuesto, la del General.

  • 1. Algunas de las reformas realizadas tienen que ver sobre todo con la transformación de la definición del terrorismo que ya no estaba ligada a la afinidad a la lucha de clases; como tampoco se permitía el despojo de la calidad de ciudadano en torno a ello.


Sobre la autora

Andrea Forero

Escritora

Politóloga en formación. He encontrado mi motivación en el pensamiento latinoamericano, feminista y decolonial. Siento como responsabilidad pensar desde y para mi continente. La escritura, por lo tanto, se ha convertido en una lucha constante encaminada hacia la liberación del pensamiento oprimido.



El contenido de este artículo es propiedad de la Revista Cara & Sello



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