Política

Nuevos eufemismos de la política moderna

Tiempo estimado de lectura: 10 min
2021-03-09 por Andrea Forero

La política contemporánea ha sido normalizada como una atravesada por la crisis e inestabilidad social. Abigarrada por la confusión y fragilidad social, y envuelta en un relato discontinuo de vulnerabilidad institucional, grandes transformaciones estructurales se han ejecutado en el nombre de la recuperación democrática y de la sustitución definitiva de una arbitrariedad gubernamental que amenazaba con destruir los estandartes de la democracia liberal. Así, hemos visto cómo, bajo una retórica de validez constitucional, se interrumpen violentamente -aunque no de manera bélica- proyectos políticos legítimamente consolidados. Estas transformaciones no son otra cosa que un peculiar revestimiento dado a la noción tradicional del golpe de Estado, uno que se encuentra respaldado ya no -exclusivamente- por medio de la intervención de las fuerzas militares y su aparato represivo, sino gracias a los poderes legítimos de la estructura del Estado.

Honduras con Manuel Zelaya, Paraguay con Fernando Lugo, Brasil con Dilma Rousseff, Bolivia con Evo Morales, vieron la interrupción y destitución de su mandato bajo lo que parecía legitimarse como un procedimiento de control político frente a casos de corrupción, faltas disciplinarias, abuso de autoridad o fallas en el desempeño de la gestión, pero que en realidad encarnaban un replanteamiento de la tradicional figura de los golpes de Estado militares. La fuerza de la legalidad y del derecho, se han convertido en el instrumento por excelencia para la usurpación del poder político y la suplantación de la legitimidad democrática de los mandatos populares.

La fuerza de la legalidad y del derecho, se han convertido en el instrumento por excelencia para la usurpación del poder político y la suplantación de la legitimidad democrática de los mandatos populares.

La historia de los golpes de Estado había sido una de irrupción violenta y armada, una que al ser promovida por el aparato militar, lograba desmantelar totalmente el poder vigente e instaurar un régimen de terror. Desvirtuar la validez popular de las instituciones políticas y emplear la fuerza de las armas de manera precisa y constante, eran las características fundamentales que debían preceder a un golpe de Estado. Naturalmente, la existencia misma de lo social resultaba indisociable del proceso de militarización al que estaban sujetos los regímenes militares, la expresión de la vida comunitaria se encontraba atrapada y agobiada por el ojo inquisidor del arsenal militar. La captura del Estado, por tanto, ocurría materialmente por medio del despliegue de las máquinas de guerra que paralizaban la acción socio política e instauraban un poder simbólico de eterno letargo, vacuidad y crueldad.

Los golpes de Estado concebidos después de la Segunda Guerra Mundial tenían, así mismo, una clara determinación ideológica en torno al enemigo a combatir al estar enmarcados en las relaciones de confrontación de la Guerra Fría. Así se expandía la doctrina de contención del comunismo donde las fuerzas armadas encarnaban la institución por excelencia al momento de defender la soberanía, los valores de la democracia liberal, la seguridad nacional y por supuesto, los intereses del capital. El anticomunismo, al convertirse en el lema que conducía la lucha antisubversiva, pese a ser promulgada como la defensa a ultranza de la democracia, destruyó paradójicamente su propia existencia al aniquilar su valor supremo: el espíritu contestatario que impide el enquistamiento de una política hegemónica y la esencialización de la identidad política.

Hoy en día diríamos que, ante la inexistencia -al menos masiva- de operaciones violentas altamente tecnificadas que impliquen la parálisis social y la carencia de un enemigo tan translúcido como el comunismo, los golpes de Estado no hacen parte del repertorio político al momento de disputar el poder. Y pese a que sucesos como la censura de la información o la prohibición explícita al encuentro con el otro y al florecimiento de un pensamiento motivado por la duda constante han cesado de ocurrir, los golpes de Estado permanecen como recurso político al momento de conquistar el poder para transformarlo totalmente. Esta mutación, empero, continúa aludiendo al imperativo de tomar y concentrar el poder político, con una particularidad: el rechazo de occidente a los valores absolutistas y totalitarios, así como un amplio desarrollo teórico y pragmático del discurso liberal en torno a los Derechos Humanos ha llevado a la institucionalidad ha usurpar el poder desde dentro del Estado y sin necesidad de reprimir extensivamente a la población civil, el experto en historia de golpes de Estado latinoamericanos Marcos Rosenmann lo describe así:

El siglo XXI vive en medio de golpes de Estado menos traumáticos, casi imperceptibles a los ojos de las grandes mayorías sociales. Será difícil observar carros de combate en la calle, aviones bombardeando o declaraciones rimbombantes de carácter mesiánico enquistadas en la ideología del anticomunismo o la fobia al socialismo-marxista. Y seguramente será más improbable tener noticias de militares golpistas que deciden tomar las sedes parlamentarias, secuestrar a diputados y senadores, y con un pliego de peticiones en la mano, solicitar gobiernos de salvación nacional y un compromiso histórico bajo su dirección.

Esta mutación, empero, continúa aludiendo al imperativo de tomar y concentrar el poder político, con una particularidad: el rechazo de occidente a los valores absolutistas y totalitarios

La institucionalidad ha triunfado en elaborar los mecanismos constitucionales por medio de los cuales es posible neutralizar proyectos políticos alternos y llamarlos así, eufemísticamente, procedimientos de control político. La guerra y la declaración de un enemigo hostil como objetivo militar se ha convertido en una estrategia antagónica y desprovista de sentido allí donde confluye el poder político, económico y propagandístico por medio de los medios de comunicación masiva.

Las fuerzas militares entonces han sido relevadas de su autonomía en la producción de parálisis social, su labor ya no consiste en revertir los procesos de liberación nacional y asumir el poder de manera directa, sino que dependen de la directriz del establecimiento político-económico. Así, por ejemplo, fue desarrollado el golpe de Estado en Honduras en 2009 contra el presidente Manuel Zelaya en una operación conjunta entre las fuerzas armadas y el poder legislativo y judicial. Es gracias a un edicto judicial donde se declaraba la comisión del delito de traición a la Patria emitido por la Corte Suprema de Justicia de Honduras, que las fuerzas armadas asaltan el palacio y detienen al mandatario para su posterior deportación a Costa Rica. Esta vocería del poder militar, sin embargo, es tan presuroso como lo es la misma operación de usurpar del mandato presidencial. Una presunta carta de renuncia es aceptada velozmente en el Congreso y así se legitima constitucionalmente la terminación del mandato popular, esto, sin consideración alguna por la legalidad de la intervención militar, la ausencia del debido proceso en su destitución y la veracidad de la carta de renuncia, así como de los cargos presentados para su acusación. Finalmente, el presidente del Congreso de Honduras asume la presidencia y se concreta el golpe de Estado.

De manera similar, el presidente de Paraguay Fernando Lugo fue destituido de su cargo en 2012 gracias a un procedimiento constitucionalmente válido: una moción de censura. Una acusación que, impulsada bajo el argumento de un gobierno negligente, irresponsable e impropio que generó una “constante confrontación y lucha de clases entre compatriotas” debía ser sancionado por medio del juicio político y su posterior destitución. Un juicio que a las 48 horas de ser presentado y con un reducido lapso de 2 horas para preparar una defensa, fue aprobado. Pese a que el juicio político podría dar la apariencia de legalidad, violó la noción de los mínimos trámites procesales que requería, además de respaldarse en una razón insuficiente para comenzar el juicio en primer lugar.

La primera década del siglo XXI comenzaba entonces con la preparación del aparato político respaldado en los procesos burocráticos de apariencia legal, pero con una concreción clave de asalto al poder donde el poder legislativo se convierte en la institución idónea para promover y concretar la desestabilización, mientras que el judicial, es el soporte jurídico que respalda la acción del legislativo. Las instituciones políticas, sin embargo, no podrían actuar aisladamente, a ello se le suma la burguesía gerencial y corporativa que, al encontrarse desplazada de la escena de control y decisión política opta por patrocinar la estrategia golpista.

Brasil, por ejemplo, igual que en Paraguay, desarrolla un proceso de juicio político contra la presidente Dilma Rousseff luego de un mandato cuyas banderas políticas reposaron en la lucha contra la desigualdad, la pobreza e inclusión social. Tanto a nivel nacional como internacional, Rousseff adelantó acciones contra la deuda pública brasileña; adoptó políticas económicas proteccionistas para desarrollar la economía brasileña; aumentó un 33% el salario mínimo real; implementó el Programa Brasil Sin Miseria que beneficiaba a ciudadanos brasileños en pobreza extrema en torno al acceso a cualificación productiva, acceso a servicios públicos, salud, educación y vivienda, además de 33 dólares mensuales para mantenimiento; así como otros programas dirigidos particularmente a poblaciones rurales, familias numerosas en pobreza extrema y a la construcción de viviendas de interés social. Estas acciones, por supuesto, redirigieron las prioridades gubernamentales, llevando a un debilitamiento de la banca y el capital financiero brasileño.

Es en este contexto que el impeachment se desarrolla desde el Partido do Movimiento Democrático Brasileiro PDMB con el argumento de evidenciar algunas irregularidades contables y fiscales en el gobierno de Rousseff sin que ella estuviera relacionada, empero, con algún escándalo de corrupción o desvío de capital gubernamental de manera directa; como sí lo tenían, por ejemplo, aquellos que votaron por su destitución y concretaron el golpe de Estado:

De los 513 diputados, la nada despreciable cifra de 303 tenía, el día de la votación, procesos pendientes o condenas judiciales o expedientes en tribunales de cuentas por delitos como lavado de dinero, compra de votos y hasta homicidio culposo. Y en el caso de los senadores, 49 de 81 tenían asuntos pendientes relacionados con lavado de dinero y otros delitos de corrupción

Estos procesos de destitución, igualmente, requieren de una labor propagandística que aminore el impacto social en una ciudadanía que siente vulnerado su derecho a la elección y al mandato legítimamente elegido por medios democráticos. Pese a que en términos estrictos, la interrupción violenta de tal proceso se efectúa con el golpe de Estado, un esfuerzo importante en la radicalización del descontento en la población podría disminuir la identificación del proceso político como tal y proteger la percepción de urgencia en el cambio de vocería política. Las campañas de desprestigio son fundamentales en la concreción y efectividad de los golpes de Estado. Así sucedió en el incremento de la polarización en el caso de Brasil y la desvalorización del partido PT al que pertenece por los vínculos de algunos integrantes con escándalos de corrupción.

Un esfuerzo importante en la radicalización del descontento en la población podría disminuir la identificación del proceso político como tal y proteger la percepción de urgencia en el cambio de vocería política.

De la misma manera, el rol de los medios de comunicación personificó un factor fundamental en el golpe de Estado contra la elección legítima del expresidente Evo Morales en Bolivia. Mientras en el caso de Rousseff fue instrumentalizada para la creación de una percepción y orientación política hacia su gestión; en el caso del golpe de Estado de Evo Morales fue utilizada además, con el objetivo de ocultar selectivamente el desarrollo de las movilizaciones masivas y abuso de la fuerza policial una vez se considera como ilegítima la acusación de fraude electoral. Tal y como afirma el filósofo Noam Chomsky en su libro Consenso Manufacturado, la pantomima de la libertad de prensa es realmente “la libertad de desempeñar una función en nombre de la política para transformar la noción de verdad en la relación entre la imagen y la realidad (..) El modelo de propaganda moderno personifica la adaptación ideológica de la información a la plausibilidad del libre mercado”. Un libre mercado que, naturalmente, se opuso al proyecto político del MAS y su bandera por la reestructuración de un Estado colonial que ignoraba la urgencia histórica de devolverle la batuta de la acción a los pueblos oprimidos.

Entre otros casos, intentos de golpe de Estado de la misma naturaleza se procuraron en su momento contra el expresidente Hugo Chávez en Venezuela, Rafael Correa en Ecuador e incluso, guardando las proporciones por supuesto, contra proyectos políticos al interior de la política nacional, como el caso de la pretendida destitución de la alcaldía de Gustavo Petro en Colombia. Se disputa en todos estos casos la lucha por la verdad social, una que lastimosamente puede ser fácilmente controvertida en una concepción de la política moderna permeada por la primacía de las burocracias y nuevas clases sociales emergentes que, controlando el poder del capital y de la información, terminan por subordinar la política democrática al complejo industrial-militar del capitalismo.



Sobre la autora

Andrea Forero

Escritora

Politóloga en formación. He encontrado mi motivación en el pensamiento latinoamericano, feminista y decolonial. Siento como responsabilidad pensar desde y para mi continente. La escritura, por lo tanto, se ha convertido en una lucha constante encaminada hacia la liberación del pensamiento oprimido.



El contenido de este artículo es propiedad de la Revista Cara & Sello



Cargando comentarios...
Scroll to Top