
Hace ya un par de meses apareció nuevamente una noticia cuyos antecedentes, de manera personal, puedo trazar hasta el 2013: la resurrección del Mamut Lanudo. El asunto radica en el proyecto de revivir dicha especie a base de técnicas de edición genética para reintroducirla en las planicies siberianas, lugar donde alguna vez pastaron a sus anchas cuando nuestra especie aún se limitaba a pintar estos dichosos animales en las paredes de las cavernas, e inventar mitos hoy tragados por la noche de los tiempos sobre sus orígenes.
La técnica consiste en coger un óvulo de alguno de sus parientes vivos cercanos, como el elefante asiático, e introducir en su genoma partes recuperadas de los cadáveres congelados en el permafrost siberiano. El resultado será una criatura semejante al mamut lanudo, pero cuyo genoma será parcialmente de su pariente cercano utilizado en su resurrección.
La noticia, reportada en medios nacionales colombianos como El Tiempo o El Espectador a través de sus cuentas en Instagram, encendió un debate sobre la moralidad del acto, cuya discusión también era relatada por la National Geographic en el año 2013, que dedicó la portada de abril a dicho tema ¿En qué derecho se sentía el ser humano para traer a la vida un animal extinto?
El argumento en contra de la acción siempre salía con la primera excusa de tratarse de un experimento frankensteiniano, semejante al papel de jugar a ser dioses y las terribles consecuencias que ello conllevaba. Sin embargo, el argumento llegado de la moralidad judeocristiana, no contempla realmente que este papel de jugar a deidades lleva ya buena parte de nuestro desarrollo como civilización, donde hemos arrebatado a la naturaleza buena parte de sus poderes, el control sobre el planeta y todos los seres que lo habitan.
La propuesta del antropoceno tiene fuerte trascendencia en esto. Un periodo geológico que, por ser nosotros los principales actores climáticos del planeta, lleva nuestro nombre. La moralidad de nuestros actos como especie hace parte del papel que hemos de asumir dentro de este rol protagónico, pero no nos dice mucho sobre la resurrección de especies de forma deliberada, porque de por sí ya el ser humano se encuentra parado en dicho papel de deidad terrenal.
Entonces surgiría la pregunta sobre la necesidad del acto ¿Para qué queremos resucitar al mamut lanudo? La primera respuesta parece obvia y es propia de nuestra era: la capacidad de hacerlo. Los poderes entregados por la ingeniería genética ya han sido usados para el desarrollo de cultivos resistentes al deterioro o las plagas, el desarrollo de fármacos o la modificación propia del cuerpo humano. Es por tanto claro que, de existir la posibilidad, la resurrección de especies declaradas extintas incrementa nuestro ego como civilización.
El segundo asunto se desprende del anterior: el interés comercial. La capacidad de llevar a cabo una acción no lleva necesariamente a su realización. En este caso, la capacidad de revivir al gigante lanudo siberiano no implica que haya gente dispuesta a hacerlo. Es aquí donde el interés comercial, materializado en el gigante siberiano como nueva atracción turística de las heladas tierras del norte, toma relevancia como una gran oportunidad comercial.
El tercer aspecto radica en lo ambiental. Se estima que el gigante lanudo cumplió en el pasado el mismo papel que cumplen sus primos en las sabanas africanas, el de fertilizar el suelo con sus desechos y limpiarlo a base de mover la materia vegetal en el suelo, contribuyendo al cuidado del ecosistema. Introducir al mamut en las heladas tierras siberianas podría mitigar el deterioro ambiental surgido por nuestras actividades. Dicha idea parece ser respaldada por experimentos llevados a cabo con renos, bisontes y caballos yakutos en el terreno siberiano, animales que alguna vez formaron parte de dicho ecosistema. Su reintroducción ha probado mejoras en la calidad del ecosistema como el enfriamiento del permafrost.
Finalmente, se puede pensar en un último factor: el sentido de redención o responsabilidad humana. Se estima que fuera de África, donde los grandes animales eran conscientes de nuestra amenaza como cazadores, la desaparición de la megafauna -a la que pertenece el mamut lanudo- fue causa directa del ser humano. Esta hipótesis respaldada por historiadores como Yuval Harari, afirma que la extinción del mamut, junto a otras muchas especies de la edad del hielo, es nuestra responsabilidad directa. La resurrección del animal se podría pensar en ese caso como un deber, sino como una obligación moral.
Independiente de la postura que se tome para la justificación del acto, la resurrección del mamut es solo uno de los tantos ejemplos de nuestro impacto como humanidad sobre el sistema biótico. De esta forma, ya no solo eliminamos especies, sino que las resucitamos de acuerdo a nuestros preceptos morales sobre cómo ha de ser el mundo natural. En un futuro, cuando se hable del antropoceno, se contará la historia de cómo en el registro fósil aparecerán criaturas desaparecidas hace miles de años por acciones de laboratorio de un montón de simios calvos híper-desarrollados cognitivamente.
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