
La caída de los servicios de la familia Facebook el pasado 4 de octubre nos enseñó lo dependientes que somos de las empresas de Zuckerberg, el CEO de este gigante tecnológico. Sin embargo, nadie parece hablar al mismo nivel de las declaraciones dadas por la antigua empleada de Facebook, Frances Haugen, sobre el conocimiento interno de la compañía en torno a los problemas que la misma causa con sus algoritmos, los cuales propician el odio y las inseguridades en la población, junto a la falta de interés en solucionarlos.
Haugen expuso ante los senadores norteamericanos un informe interno de la compañía, el cual demostraba junto con sus declaraciones como el señor Zuckerberg parece estar más interesado en el beneficio de su cartera que en la estabilidad mental de los adolescentes, o aún peor, la estabilidad real de las democracias occidentales.
Este es el asunto que nos compete en el día de hoy. Es más que conocido que la estabilidad mental de los adolescentes, y las personas en general, es vulnerada por las vidas perfectas e idealizadas que todos vemos en Instagram, una de las tres redes pilares del grupo Facebook. Las tasas de depresión y suicidio han aumentado en todo el mundo según diferentes organismos como la OMS, y si las redes sociales son un foco de creación de dichas problemáticas, esto implica que estamos hablando de un problema de salud pública relacionado con una de las mayores empresas tecnológicas que controla internet.
Estamos hablando de un problema de salud pública relacionado con una de las mayores empresas tecnológicas que controla internet.
Sin embargo, el verdadero problema a mi criterio es la erosión que pueden causar las redes sociales en nuestros sistemas democráticos. Si ya el juego político se ha basado en apelar a las emociones de las personas por encima de los argumentos sensatos, las redes sociales solo han contribuido al fortalecimiento de dicho fenómeno. El desarrollo de algoritmos cuya lógica es la retención de audiencia apelando a las emociones negativas, refuerza los debates vacíos en redes sociales donde priman el odio y la desinformación.
Esto no es un secreto para nadie a éste punto. Sin embargo, en un mundo donde los sistemas democráticos parecen empezar a perder terreno frente a sistemas autoritarios y movimientos populistas, si debería alarmarnos más de lo que, a mi criterio, la gente habla abiertamente del asunto. No solo se trata de los adversarios de occidente, donde empiezan a predominar las nuevas formas de autoritarismos digitales, haciendo uso de estos sistemas informáticos para el control de los individuos. También se trata de los nuevos movimientos populistas dentro de las democracias occidentales, que se valen de los mismos algoritmos para crear sociedades cada vez más polarizadas.
La cuestión no se trata de demonizar las redes sociales. Gracias a ellas tenemos sistemas periodísticos independientes que no dependen de grandes capitales, grupos políticos que pueden hacer activismo de una manera dinámica y con mayores audiencias, niveles de participación en el debate político más elevados, entre otros fenómenos que valdría incluso dedicarles un artículo entero. La cuestión es, al igual que el llamado que hacía el filósofo Karl Popper a intolerar la intolerancia, los sistemas informáticos han de primar el bienestar y correcto funcionamiento de nuestras democracias por encima del lucro.
Tampoco se trata de imaginar a las democracias sin las redes sociales ni los sistemas informáticos. Imaginar el mundo moderno sin las redes sociales es a este punto semejante a imaginarlo sin las redes de energía eléctrica. No solo se trata de la ya mencionada democratización de la información a través de las redes, sino de miles de procesos productivos y modos de vida que dependen directa o indirectamente de estos sistemas de comunicación avanzada. Señalar y prender las alarmas sobre las redes sociales no es excluir o ignorar sus logros, como lo son el acceso a la información o la aparición de nuevas figuras políticas, junto a nuevas formas de adelantarla.
Sin embargo, como cualquier sociedad en su propio tiempo, el ingreso de una nueva tecnología disruptiva trae consigo nuevas oportunidades y riesgos que transforman los cimientos de dichas sociedades. La máquina de vapor y la conocida revolución industrial son ejemplos perfectos de ello, donde las nuevas formas de producción llevaron a nuevas dinámicas de riqueza que mejoraron la vida de miles de personas, pero también crearon dinámicas de explotación laboral que tuvieron que ser con el tiempo reguladas, en contra de los deseos o los intereses de las grandes corporaciones.
En este sentido, la pregunta sobre la convicción democrática del señor Zuckerberg carece de importancia. A la hora de regular a las tabaqueras, las cuales tanto demócratas como republicanos han comparado con la actual situación del Facebook -por el modo de actuar de la empresa y los efectos adictivos que genera-, carecía de sentido o de importancia la pregunta sobre el por qué a esta industria le debía de importar la salud pública o la de sus consumidores. La respuesta radica en el hecho de tratarse de un problema social. A las tabaqueras les tenía que importar la salud pública por tratarse de una problemática social causada directamente por ellas. No importaba así el qué tan creyentes fueran las tabacaleras de la salud pública.
De la misma manera, poco importa si el señor Zuckerberg es un defensor acérrimo de la democracia o no. La razón por la que a Facebook le debe de importar la salud de la democracia radica en que son sus productos los que la están vulnerando. Y en la medida en que dicha empresa no se preocupe por ello, el resto de la población y, sobre todo, los senadores sentados en Washington y electos para ello, se preocuparan del buen funcionamiento de la democracia.
Esto trae consigo también el riesgo de la mala regulación, donde la falta de conocimiento puede llevar a establecer restricciones inútiles o perjudiciales para las plataformas tecnológicas. Zuckerberg y los demás gigantes de Silicon Valley deben entender así que, el negarse a colaborar en regular las redes sociales para evitar las prácticas dañinas al funcionamiento democrático, es solo dejarle ese papel a un montón de burócratas de corbata que poco o nada saben sobre lo que es código básico, mucho menos sobre el funcionamiento de una red social.
Así, la protección de la democracia de las malas prácticas en línea es una cuestión de importancia mayor. El caso de Frances Haugen es una de las tantas alertas sobre cómo los algoritmos, mal usados, pueden llevar a deterioros graves en nuestros sistemas democráticos. La discusión se da entonces en torno a ¿cómo evitar o mitigar dichas erosiones democráticas?
El contenido de este artículo es propiedad de la Revista Cara & Sello