Política

La insoportable levedad de la política: una proclama para los jóvenes desesperanzados

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“Y esta es la mierda que tendrás por sistema, cuando tus padres y tu piba te tengan como a un problema”.

"Es necesario volver a iniciar un tipo diferente de conversación. Hemos de recuperar la confianza en nuestro instinto: si una política o un acto parecen erróneos, debemos hallar las palabras para decirlo".


Hay algo profundamente erróneo en cómo vivimos actualmente. Transformamos en virtud la consecución y búsqueda del beneficio material. Se ha impuesto como estilo de vida contemporáneo el materialismo y el egoísmo, que no son -ni mucho menos- una condición inherente al ser humano. Data (increíblemente) de finales de los 80s en una coyuntura donde la creación de la riqueza era el objetivo principal, una excesiva desregularización de los mercados, una ilusión del crecimiento económico infinito y donde se presentó una ampliación de la brecha entre ricos y pobres. No podemos seguir viviendo así. El crack del 2009 fue un recordatorio de que el capitalismo excesivamente desregularizado es el peor enemigo de sí mismo: más pronto o más tarde está abocado a ser presa de sus propios excesos y a volver a acudir al Estado en busca de su rescate.

Parece, además, que no hay alternativas. Hasta finales de los 70s los términos izquierda y derecha permitían unos marcos claros y sin fisuras para comprender la realidad y que, concomitantemente, generaban soluciones a los problemas. “Hoy ni la izquierda ni la derecha tienen en que apoyarse”, dice el historiador Tony Judt en su libro póstumo Algo va mal1. Ya no existen cuerpos de pensamiento sólidos, ideales que convenzan del todo, que sirvan como guía para ver la realidad en toda su magnitud y complejidad. Hoy ya no se nos ofrece certezas que permitan, sin detenerse en exceso en la reflexión teórica, pasar directamente a la acción. Actualmente reina la acción esporádica, la inacción constante. Sin unos derroteros de antemano la duda sobre lo que se vive y se ve no permite avanzar a un siguiente paso. Muchas veces este impasse se traduce en un escepticismo en política2. “Si los jóvenes de hoy en día están desorientados no es por falta de objetivos” afirma Judt. Se sabe que algo está mal, que no gusta, pero ¿en qué se debe creer? ¿qué se debe hacer, cómo se debe hacer? ¿votar por x candidato, será confiable? ¿Abrazar una ideología enterrada del pasado, pero no tuvo errores? ¿Organizarse, movilizarse, es efectivo? Contrario a nuestro presente, en los 60s había una confianza presuntuosa3. Se sabía que estaba mal y se sabía qué hacer. Hoy en día los jóvenes saben que algo anda mal, muy mal, pero se desconoce a ciencia cierta, con profunda convicción, cómo repararlo. Claro, tentativas de solución existen centenares, pero se cierne en todas ellas el velo de un tono dubitativo. Ninguna, a la larga, convence del todo.

En el escenario actual impera la desigualdad excesiva en riquezas y oportunidades, explotación económica, injusticias de clase, casta y género, la corrupción y los privilegios descarados. A pesar del crudo panorama la izquierda parece estar desorientada. La izquierda se contentó, desde su cómoda posición en la oposición, de criticar y criticar, de refunfuñar ante cualquier acción del gobierno de turno, centrada en posar con discursos retóricos para apasionar a las masas, pero que en un sentido estricto no proponían nada, vacíos de un contenido que pudiese resolver las injusticias imperantes en la realidad4. “Ya no basta con identificar las deficiencias ‘del sistema’ y lavarse las manos como Pilatos, indiferentes a las consecuencias” señala Judt.

Los jóvenes entramos a una era de inseguridad física, política y económica. La inseguridad genera miedo. Miedo al cambio, a la decadencia, a los extraños, a no interesarse efectivamente en los engranajes de la sociedad, a un mundo que cada vez nos parece más ajeno. El miedo, a su vez, corroe la confianza y la interdependencia, que son el basamento de toda sociedad civil. En una situación así los ciudadanos estarán cada vez más obligados a depender de los recursos que pueda ofrecer el Estado. Los líderes políticos, como en el pasado, posarán de salvadores y de nuevo (como ya puede intuir en el presente) algunos pedirán cerrar las sociedades en aras de asegurar la “seguridad”.

La desigualdad y el estigma de lo público:

Las desventajas económicas, en últimas se traducen para la mayoría de la población en mala salud, oportunidades laborales y educacionales pérdidas, síntomas de depresión (obesidad, alcoholismo, criminalidad) y en un aumento en la desconfianza hacia el otro5. El tamaño de la renta y la posibilidad de una vida larga y buena están estrechamente relacionados:

  • Más renta, más expectativas de vida
  • Menos renta, más probabilidad de embarazo adolescente
  • Menos renta, mayor probabilidad de deserción escolar
  • Menos renta, peores notas en los niveles de educación superior
  • Menos renta, trabajos menos gratificantes y peor pagados

La desigualdad está estrechamente relacionada, a su vez, con la mortalidad infantil, con la esperanza de vida, con la criminalidad, con los trastornos mentales, con el desempleo, la malnutrición, el uso de drogas, inseguridad económica, deudas personales y, en última instancia, con la angustia. “Cuanto mayor sea la distancia entre una minoría acomodada y la masa empobrecida, más se agravan los problemas sociales” señala el economista Thomas Piketty. No importa, pues, lo rico que sea un país, sino lo desigual.

En este contexto, poco a poco se desmantelan políticas sociales y la consecución del bienestar colectivo, a través de un Estado claramente presente, adquiere un dogma peligroso pero muy explícito: quien recibe una subvención, un subsidio, un apoyo gubernamental, posee la marca de Caín. Hoy en día, sobre todo para los jóvenes, parece bochornoso recibir algo del Estado. Es una muestra de pobreza y fracaso personal; la persona se escurre, sin remedio, por las grietas de la sociedad6. Recibimos el apoyo, pero en silencio, sin que nadie se entere. Situación que plasma, por ejemplo, Charles Dickens en su Oliver Twist cuando habla de la ‘Nueva ley de Pobres’, de 1834. A Oliver, en varios apartados de la novela, se le denomina “hospiciano” de manera peyorativa por estar acogido por esta ley que buscaba ofrecer cierto alivio, no sin antes pasar por el escarnio público, a los más desfavorecidos. Quien acude al Estado por condiciones favorables es un gorrión. El joven de hoy en día, ocupado completamente en tratar de concretar (por lo general sin éxito) su proyecto personal, agobiado por trabajos poco gratificantes, tan mal pagados, vive en medio de una bruma de angustia y depresión vergonzante, repudia lo político porque, desde la distancia de sus propias desgracias, no encuentra ninguna solución a los problemas que resquebrajan a la sociedad, el joven de hoy en día agotado y desesperado lanza apenas un titubeo de ayuda ante esta realidad que lo desborda y, en tono de reproche, recibe una especie de castigo por exteriorizar su debilidad, por no tratar -con esfuerzo y carisma- de encajar en los engranajes sociales. El joven empobrecido en medio de un periodo de crisis y que recibe apoyo del Estado, o pretende un apoyo de este, es digno de insultos y burlas: fracasado, perdedor, inconstante, vago; el epítome de todo esto: ‘lo quieren todo regalado’. Quien busque asistencia social debe cargar con su estigma.

No obstante, la provisión pública de asistencia social es un derecho de los ciudadanos y es un deber del Estado. La provisión social universal es una función básica desde finales del siglo XIX, exigir para aquellos ciudadanos desfavorecidos es simplemente una cuestión ética. Pero hoy reina la mentalidad del ‘esfuerzo’ = recompensa, ‘deficiencia’ = castigo. Quien triunfa en la vida es porque se esforzó, por el contrario, el que vive en la penumbra social no es más que su falta de carácter, talento y perseverancia. Un discurso que, como señala Michael Sandel, incluso ha adoptado la izquierda en los últimos tiempos. El mundo frío y duro de la racionalidad económica ilustrada, que plasma Bernard de Mandeville, en el siglo XVIII, en su Fábula de las abejas: la consecución de los vicios personales no debe verse como un defecto, sino como una virtud en las sociedades: los que poseen algo de dinero, movidos por su afán de consumir, dinamizan la economía y generan trabajos para los más pobres, lo que no pueden consumir, pero sí trabajar.

Nos hemos acostumbrado a esto. Como dice el filósofo Slavoj Žižek, nos es casi imposible pensar en una alternativa, otra forma de ver las cosas. Pero ¿por qué es tan difícil imaginar otra sociedad? ¿Qué impide concebir otro tipo de organización social que permita beneficios mutuos? ¿Estamos condenados eternamente a dar bandazos entre el libre mercado disfuncional y los horrores del socialismo? El problema, como señala Judt, es discursivo: se piensa, al defender políticas sociales, en costos y beneficios económicos. Que contengan, en cambio, valores como el altruismo, la abnegación, los gustos personales y metas colectivas quedan totalmente relegadas. No suena convincente, parece ser pura retórica, una forma de engañar de ocultar los verdaderos intereses y objetivos por los que realmente se diseñó7. El economista inglés William Beveridge, en su informe de 1942 para el Parlamento, al realizar su diagnóstico de la situación de su país, consideraba que eran precisamente estos valores los que tenían que procurar las distintas agencias gubernamentales en pro de sus ciudadanos. Este documento sentó las bases de lo que sería el Estado de Bienestar británico.

El capitalismo se basa, según la mayoría de la percepción ciudadana, en intereses egoístas, el cálculo individual y un principio utilitarista por excelencia. Sin embargo, también se apoya en la cooperación, la honestidad y la moderación. Un sistema económico de tales magnitudes no podría haber florecido y haberse globalizado de la manera en que lo hace el capitalismo únicamente con egoísmo. Como afirma Clifford Geertz, las prácticas comunitarias y colectivas8 precedieron al capitalismo y lo beneficiaron al permitir su ascenso solo cuando adaptó dichas técnicas. No obstante, hoy en día de esto queda poco.

La primera medida para superar, enmendar, esta visión materialista pasa por reconocer que no siempre fue así, la obsesión por la riqueza no es una condición inherente al ser humano, aunque nos resulte tan evidente en el presente, hubo otras formas de organizar la vida. Hay que recuperar esa visión del olvidado Adam Smith de La teoría de los sentimientos morales donde es la ética y la moral como principios rectores, y no el lucro y la mano invisible, lo que permiten un verdadero progreso en cualquier sociedad.

El culto a lo privado:

Desde la década de los 60s en el mundo empezaron a ocurrir ciertos acontecimientos que cambiarían la visión de hacer política e impondría un estilo de vida que impera hasta nuestros días. En los países desarrollados, principalmente aquellos que sufrieron los embates de las guerras mundiales y los autoritarismos y totalitarismos, paulatinamente se empezó a desmontar lo que Judt denomina el ‘consenso Keynesiano’: el tipo de políticas públicas, aplicado desde la mediados de la década de los 40’s, que pretendía responder a la ‘cuestión social’9 a partir de una decidida actividad del Estado en la economía y en la provisión de servicios públicos universales. Progresivamente se amplió la brecha intergeneracional entre aquellos que había sido beneficiarios de los nuevos Estados de Bienestar y los hijos de estos, que más que ver con buenos ojos un Estado presente, lo percibían como un actor paquidérmico, intrusivo y poco respetuoso de las libertades y proyectos individuales.

Sumado a esto, hubo un profundo cambio en la composición ciudadana y electoral. El proletariado, base electoral per se de la ‘vieja izquierda’, paulatinamente empezó a fragmentarse. Desde los 60s una nueva izquierda empieza a liderar a una generación más joven y, sobre todo, a aquellos actores que no se sentían representados en la amalgama obrera: los estudiantes, las mujeres, inmigrantes, negros, homosexuales y lesbianas. Esta nueva izquierda rechazaba el colectivismo heredado de los fundadores del consenso keynesiano y no se sentían representados en las instituciones de sus Estados de Bienestar. La nueva izquierda se presentaba, pues, como opositora del capitalismo más radical (el incipiente neoliberalismo), pero también de la represión más suavizada del orden capitalista más avanzado. Si la consigna de la generación pasada era la consecución de objetivos comunes únicamente por medio de la acción colectiva (para superar las guerras mundiales, los gobiernos dictatoriales, salir a flote de las crisis económicas en las que estuvieron envueltos la mayoría de los países), la nueva izquierda tomó como bandera la libertad individual y el respeto que le exigían al Estado por ella. De aquí vienen los famosos lemas del “prohibido prohibir” o “lo privado es político”.

La identidad, de esta manera, se torna como el discurso hegemónico, en un primer momento en Europa y Estados Unidos con el mayo del 68 y la guerra de Vietnam, y un par de años después, en Latinoamérica. La identidad sexual, individual, cultural como primera preocupación, más que el aspecto económico de las sociedades, consignas que más tarde se traducirían en lo que se conoce como el multiculturalismo.

En el momento en que se le da una excesiva prioridad a lo individual se debilita el sentido de un propósito compartido. No se trata, de todos modos, de eliminar al individuo y subsumirse en sujetos colectivos porque, como dice Hannah Arendt, sólo los ciudadanos libres en medio de una pluralidad real son los únicos actores realmente capaces de llevar a cabo un cambio social. Sin embargo, si la individualidad adquiere el carácter constitutivo de toda lucha política, las peticiones y reclamos sociales, que transversalizan precisamente a centenares de individuos por igual, son invisibilizados, causa principal de los conflictos10. En esta multiplicidad de banderas políticas la izquierda se fragmentó. El consenso keynesiano (donde la gran mayoría de los sectores de la izquierda democráticos11 convergen) se rompió y empezó a surgir un nuevo consenso (antinatural) que daba primacía a los intereses individuales.

Desde los 80s en el mundo entero empezó a aflorar un culto a lo privado, un culto a la privatización. Es decir, una vuelta al cálculo estrictamente económico, producto, en parte, a la paquidermia con que la mayoría de las empresas en manos del Estado prestaban sus servicios12. El Estado empieza su retirada, las empresas privadas toman mayor relevancia y las instituciones públicas ocupan un papel marginal. El resultado es una sociedad eviscerada: Los ciudadanos de a pie (que necesitan subsidios de desempleo, atención médica, prestaciones sociales u otros servicios instituidos oficialmente) ya no acuden de manera instintiva al Estado. La prestación en cuestión ahora la suministra con frecuencia un intermediario privado, por lo tanto, la densa trama de interacciones sociales y bienes públicos ha quedado reducida al mínimo y, cómo dice Judt, “lo único que vincula al ciudadano con el Estado es la autoridad y la obediencia”. Un Estado que es incapaz de actuar a través de sus ciudadanos, por debilidad o descrédito, utilizará otros medios para conseguir sus objetivos: persuadiendo (una forma eufemísticamente más agradable de hablar de tergiversaciones y sobornos), amenazando u obligando a que se le obedezca. Esta actitud, como señala Raymond Aron, la comparten los jacobinos, los bolcheviques y los nazis.

Irónicamente, la pérdida de liderazgo del Estado en unos necesarios propósitos comunes aumenta los poderes del Estado todopoderoso. Un gobierno que no presta ya servicios esenciales, pero que ejerce una autoridad excesiva (porque no cuenta con más elementos para ser obedecido) sobre los ciudadanos es un Estado sin legitimidad. En pocas palabras, no ayuda y si oprime. Lo que genera un aumento del resentimiento social y, por ende, un aumento del rechazo al Estado. Algo latente en los tiempos de paro que vivimos: un gobierno que no supo presentar un proyecto colectivo, necesario para el crítico presente que vivimos, y que, ante el rechazo y el escepticismo de sus ciudadanos, solo pudo responder con represión. Mientras se siga considerando que solo el espacio privado debe imperar, y se acorte aún más el espacio público, la tendencia a primar la fuerza por encima de la ley y el consenso democrático seguirá aumentando.

La desmovilización política y el déficit democrático:

Este culto a lo privado y la tendencia creciente de los jóvenes a ocuparse exclusivamente de sus propias necesidades llevan inexorablemente a una disminución participativa cívica en la toma de las decisiones públicas. Lo que Judt denomina un déficit democrático. Si hay una generalizada indiferencia por los asuntos públicos, se disminuye para el gobernante el sentido colectivo de responsabilidad con sus actores y el deber de comportarse honestamente. Una idea que conocían muy bien los griegos: la participación es una salvaguarda ante los excesos autoritarios. Una especie de desmovilización política: la política ya no importa, hoy es vista como algo negativo, algo corrosivo. De esto viene un sistema secuencial que solo deja como resultado la exclusión de los jóvenes: (i) un rechazo a los propósitos comunes, a los asuntos colectivos (por la necesidad de perseguir intereses individuales), (ii) no nos molestamos en dar nuestra opinión, más allá de unos alaridos esporádicos, que llevan a (iii) una sensación de que nadie nos escucha.

Los políticos, producto de esta desmovilización política, a partir de este culto dogmático a lo privado, proponen poco. Como detentan poca legitimidad tienen poca convicción; así se hacen elegir, así gobiernan. (i) Un Estado en retirada, (ii) los ciudadanos preocupados por sus intereses individuales y (iii) unas instituciones deslegitimadas. El resultado: el gobernante no puede hacer mucho por lo que hace poco. No representa nada, a nadie13. Con políticos de esta índole no se pierde la fe en un presidente en concreto, en un congresista en específico, sino en la Presidencia, en el Congreso, en las instituciones estatales en general. Ante esto (i) o se les echa (ii) o se permita que sigan haciendo de las suyas. Pero no se sabe cómo echarles y tampoco se puede permitir que sigan haciendo de las suyas. El panorama desolador abre un tercer curso de acción: derrocar el sistema, opción con la que sueñan la mayoría de los jóvenes. Un sistema desacreditado por su insensatez no da espacio para una negociación, deben caer todos ¿pero qué sistema se derroca? ¿por cuál se va a sustituir? ¿Quién lo va a derrocar, con qué medios? No es por ahí la solución

El consumismo en política y los “críticos” de nuestra sociedad:

1. El consumismo:

Hoy en día no existen realmente movimientos políticos dentro de los jóvenes, basta con ir a una marcha para sentirse parte de la disidencia y señalar con un dedo acusador a quien no sigue nuestro ejemplo. Existen, producto de la fragmentación sesentera de la izquierda, múltiples banderas, propósitos y actores fragmentados. Es muy raro un propósito, un interés común. Las metas colectivas chocan con los intereses de los grupos más cerrados, aunque loables (la lucha contra el cambio climático, oposición a la guerra, ataque al sistema bancario, etc.) demuestran que los jóvenes nos hemos convertido en consumidores. El consumidor económico elige (o desea) entre miles de productos el que, según sus necesidades y deseos, más le favorece. Igualmente, somos consumidores en política, consumidores políticos: entre un sinfín de banderas, convicciones e ideales escogemos un par que “más” nos “representan”. Y aunque no significa que choquemos con otro tipo de ideales (puede que también los apoyemos), en la práctica cuesta mucho combinarlos en un conjunto coherente.

No se trata de volver a la vieja retórica marxista que le daba una especie de primacía ontológica al proletariado: si cae el capitalismo caerán las desigualdades raciales, de género, entre los nacionales y los extranjeros, entre las nuevas y viejas generaciones. Pero una visión tan particularista de la sociedad fragmenta, precisamente, los propósitos comunes y, en la práctica, la posibilidad de una opción política alternativa se divide entre actores disímiles y con intereses totalmente opuestos. Debemos aceptar que existen fines conflictivos. No podemos alcanzarlos todos concomitantemente. Isaiah Berlin lo ejemplificaba por medio del lema de la revolución francesa: no se puede adquirir igualdad plena sin renunciar a la libertad (lo que lleva a un gobierno autoritario), y si renunciamos a la igualdad en pro de la libertad estamos ante una sociedad inequitativa. Con un gobierno dictatorial no puede haber fraternidad, en una sociedad donde la brecha entre ricos y pobres es exacerbada no puede haber fraternidad. El reto es grande: cómo prescindimos, negociamos y cedemos con actores igualmente subalternos (comunidades campesinas, indígenas, defensores del medio ambiente, movimientos femeninos, etc.) para lograr la movilización política, una voluntad colectiva, un bloque histórico, los denominaba Antonio Gramsci. Este es el verdadero reto de la política alternativa actual.

La ausencia de un desacuerdo colectivo y enérgico frente a la realidad genera sociedades paquidérmicas (por ejemplo, Chile). También porque somos ciudadanos modestos. Se nos aconseja dejar ciertas cuestiones a expertos que están fuera de alcance del entendimiento de hombres y mujeres corrientes. Dice Judt: “La liturgia debe celebrarse en una lengua oscura, que solo sea accesible para iniciados. Para todos lo demás basta la fe”. No tenemos los elementos, más allá de nuestra indignación silenciosa, para decir algo. Es necesario volver a aprender a cómo criticar a quienes nos gobiernan. Se torna imperativo una verdadera y renovada desafección política, principalmente de los jóvenes, ante el presente. Podemos continuar con el hastío escéptico ante la incompetencia de quienes se les encomendó gobernarnos, pero si se deja la renovación política radical a la clase política existente (ya esté gobernando, ya esté en la oposición actual) el resultado no va a ser otro que quedar aún más decepcionados. La disconformidad y la disidencia son obra de los jóvenes: la revolución francesa, el New Deal, el mayo del 68, la séptima papeleta, la defensa del acuerdo de paz. Los jóvenes, por lo general, más que resignarse ante un problema lo afrontan y exigen su solución. Pero igualmente, los jóvenes caen con mayor probabilidad en el ‘apoliticismo’: ante una política tan degradada mejor desentenderse de ella.

Esta antipolítica en boga indujo a los jóvenes a creer (erróneamente) que las vías convencionales para un cambio social estaban bloqueadas. Nos resignamos a renunciar a la organización política y creímos firmemente que el esfuerzo debe centrarse más bien en grupos no gubernamentales centrados en un solo objetivo, en un problema único. El joven que siente esta desafección ante la política, pero que por su naturaleza no logra la total inmovilización política, se inscribe rápidamente en una ONG. Gabriel Almond utilizaba la expresión "mesas separadas" para referirse a la distancia, a veces, infranqueable, que existía entre los distintos paradigmas y enfoques dentro de la ciencia política, al concentrarse -cada uno de ellos- en problemas y facetas específicas de la vida social y política. Las ONGs, de alguna forma, se sientan en mesas separadas, centradas en abordar un par de problemáticas, generando (sin intención alguna) una fragmentación en la acción política colectiva. Es decir, es un esfuerzo realmente loable, pero una democracia solo se basa en el compromiso de sus ciudadanos en la gestión de los asuntos públicos colectivos. Si los jóvenes preocupados, hastiados y angustiados deciden renunciar a la política abandonan la sociedad ante políticos y funcionarios mediocres. “Políticamente, nuestra era es una época de pigmeos” decía el economista Paul Krugman. Pero poco podemos hacer, es todo lo que tenemos. El Congreso, los Concejos, las Asambleas, las Consultas populares son el único medio para convertir la opinión pública en acción colectiva dentro de la ley. Las luchas democráticas, a diferencia de las luchas populares14, cómo distinguían Mouffe y Laclau, es lo que debemos perseguir. Los jóvenes no pueden, ni deben, perder la fe en las instituciones públicas. “La disconformidad debe permanecer dentro de la ley y tratar de alcanzar sus objetivos a través de los canales políticos” sentencia Judt.

2. Los críticos:

La mayoría de los críticos de nuestro presente comienzan con las instituciones. Dirigen su atención al Congreso, a la Presidencia, a las elecciones, a los grupos de presión y señalan cómo se han degradado y han abusado de su autoridad. Cualquier reforma, dicen, debe empezar desde ahí: necesitamos nuevas leyes, sistemas electorales distintos, restricción a los grupos de presión, una nueva financiación de los partidos políticos. Piénsese, por ejemplo, en las propuestas tan de moda hoy en día de reducir el Congreso, de bajar los sueldos a los congresistas. Se odia la política y como la política la representan, no el Congreso sino, x o y congresista, la mejor forma de atender la situación actual es reducir todo lo político. Una desinstitucionalización de la política por culpa de un par de políticos15. Y aunque en parte es cierto, estas propuestas han estado por décadas. Posan de ser los dueños de la vanguardia los “críticos” de nuestra sociedad, pero si no se han hecho o no funcionan es porque quienes las diseñan y ponen en práctica son los mismos responsables del dilema, ¿cómo se le pide al Congreso que le ponga trabas al Congreso? Decía Upton Sinclair “es difícil que un hombre entienda algo cuando su sueldo depende de que no lo entienda”.

Parece que con reducir el número de congresistas se hallará la panacea universal a todos nuestros problemas, alcanzar un mundo idílico con propuestas poco factibles y demagógicas. Además, quizá sin querer, los “críticos” ilustrados de nuestra sociedad, a partir de sus soluciones políticas, promuevan esa idea tan asentada de que todos queremos lo mismo. El lugar común de que todos perseguimos lo mismo, lo único que varía es en cómo conseguirlo. Nada más falso, dice Judt. Los ricos, por ejemplo, aspiran a cosas muy distintas a los pobres. Los que no necesitan servicios públicos (porque pueden acceder a los privados) no quieren, ni aspiran a lo que quieran los que dependen exclusivamente del sector público. Los que aspiran a la guerra tienen objetivos distintos a los que se oponen a los que los afecta directa o indirectamente la guerra. Un joven aspira algo distinto a lo que aspira una joven. Las sociedades son complejas y albergan intereses conflictivos. Afirmar otra cosa -negar las diferencias de clase, riqueza o influencia- no es más que favorecer unos intereses por encima de otros.

Hoy en día se nos dice, por el contrario, que no, que son soflamas, que es odio de clase y que lo ignoremos. Cuando lo hacemos se nos insta a perseguir el interés económico. En vez de quejarse póngase a producir, a molerse, para que deje el resentimiento de pobre, de joven, de marihuanero. Según Daniel Doring existen 4 “principios de injusticia”, que se suponen implícitos, en nuestra forma de hablar sobre la desigualdad, que casi nunca se ponen en tela de juicio ni se les critica: (i) la suposición de que cada ciudadano tiene unas habilidades dadas por naturaleza, determinadas desde nuestro nacimiento, (ii) el elitismo (solo los mejores alcanzan lo mejor) es eficiente porque promueve unas capacidades que pocos, por definición, poseen, (iii) la codicia y el egoísmo son buenos para la sociedad en su conjunto y (iv) sentirnos desesperados por lo que producen las anteriores premisas es inevitable, no podemos hacer nada ante la posición (de perdedor) que les tocó a otros ocupar en el juego. La miseria colectiva parece, pues, algo naturalizado, y no que esté construido socialmente, por lo que se normaliza los niveles de desigualdad. Siguiendo a Zygmunt Bauman existen 2 factores que determinan nuestras decisiones frente a cualquier arista en la vida colectiva o individual: nuestro "destino" y nuestro carácter. El segundo, que no es más que nuestra manera de ser, puede trabajarse, entrenarse y cultivarse y sobre el cual podemos alcanzar éxitos y logros individuales. En cambio, el “destino” (en qué hogar nacimos y el que ingreso percibe, en qué país y en qué zona del país vivimos, la educación que recibimos, etc.) no pueden controlarse y no podemos influir en ningún sentido en él. No se trata, pues, de esa visión fatalista (impuesta por las ideologías hipercolectivistas del siglo pasado) que creían al individuo como incapaz de salir adelante porque se enfrenta a un sistema más poderoso que él. No obstante, si bien es cierto, el "destino" determina el rango de las opciones que tenemos, aun cuando es el carácter el que elige entre esas opciones y determina qué puede hacer con lo que se tiene. La desigualdad radica, no en la incapacidad de carácter que tenemos, sino en la cantidad de opciones que hay entre quien tuvo un "destino" más loable y aquel a quien sus condiciones estructurales minimizaron el número de opciones por las que podía optar16.

Un regreso del Estado, ¿pero qué tipo de Estado?

La solución a este panorama nos dice Tony Judt, es probar con esta política híbrida llamada socialdemocracia. Híbrida porque combina los sueños socialistas de una sociedad más igualitaria con los principios liberales del respeto a la democracia, la pluralidad y el sentimiento pragmático de que no podemos atacar sin más el capitalismo sin reconocer sus virtudes17. Para esto es necesario regresar a repensar el Estado, un regreso del Estado, en retirada desde principios de los 90s en nuestro país. Primero que todo, se debe empezar por reconocer (aunque los sectores intransigentes de la izquierda se nieguen) los daños que causaron los gobiernos excesivamente poderosos. Existen 2 preocupaciones, totalmente legítimas, que tienen la mayoría de los ciudadanos ante el Estado. Primero, la coerción: la libertad política no consiste, contrario a como creían los liberales clásicos, en una no-interferencia del Estado. La libertad, por el contrario, se define a partir de poder disentir en los propósitos del Estado, en expresar nuestras objeciones sin temor a un castigo. El paro demuestra que disentir es un deporte de alto, altísimo riesgo. Segundo, la posibilidad de equivocarse: las ventajas que tiene la acción pública deben ponderarse con el conocimiento e iniciativas individuales. Este punto se refiere al eterno debate Estado o mercado ¿cuál es mejor para resolver X problema? La respuesta variará según las circunstancias y no debe estar predeterminada dogmáticamente (como querían los socialistas del siglo XX, o como quieren los neoliberales del presente). La premisa del siglo pasado de que el Estado siempre es la mejor solución debe ser eliminada, pero también debemos igualmente liberarnos de la premisa opuesta, impuesta desde los 80’s, de que el Estado es, por definición, la peor de las opciones18.

Se debe revivir el Estado no solamente como proyecto colectivo para ser más vivible nuestra vida moderna, sino por una consideración mucho más apremiante: entramos a una era de temor: Inseguridad por el terrorismo, por perder terreno frente a otros en una distribución cada vez más desigual, perder el control por circunstancias y rutinas de la vida diaria, por el temor a la velocidad incontrolable del cambio como imperativo último de nuestros tiempos. Pero sobre todo hay un temor a que ya no solo tememos por no poder dirigir nuestras vidas, sino porque quienes nos gobiernan también perdieron el control. Como dice Simón González: “Sólo derriba ídolos el joven que ama la vida, no el viejo que está resentido con ella. Se nace siendo materia indefinida y singular, y sólo con los años se ganan los huesos y las facciones definidas del rostro. Y cuando se es joven, entre la niñez y la adultez, el enfrentamiento con el mundo es de tal manera que se encuentra la vida muy gaseosa y muy caliente, pero al mundo muy sólido y muy frío”. Es hora de que los jóvenes saquemos de este estado insoportable de levedad a la política.

  • 1. El siguiente texto gira alrededor de las reflexiones que plasmó Judt en su texto. De ahí la reiteración de nombrar al autor en todo el artículo.
  • 2. Algo que no se había visto desde hace más de 100 años con el crack del 29. Por esa razón se le llamó la “generación perdida”.
  • 3. Que dicha confianza presuntuosa haya sido erradicada no está mal en sí. Ese fortalecimiento de las energías utópicas, como las llamaba Jürgen Habermas, dejaron más de 100 millones de muertos en un siglo. A los intransigentes melancólicos por ideologías enterradas se les olvida esto. Pero esto no significa que pasemos de la omnipotencia a la impotencia, a la inacción. La desolación que produjo esta confianza presuntuosa y la necesidad de volver a la acción es de lo que se trata este texto.
  • 4. Un claro ejemplo de esto es la postura de la oposición ante la reforma tributaria presentada por el gobierno nacional. Aunque en esta había muchos elementos regresivos y que generaban una continuidad del statu quo, sorprendentemente, otros eran profundamente progresistas y tocaban directamente a la captación (tan inequitativa) actual. Era un primer paso desde el cual podía, en un gobierno posterior, fortalecer el conjunto de reformas que atacaban la inequidad estructural. La oposición decidió rechazar, en bloque, toda la reforma.
  • 5. Entre 1983 y 2001, dice Judt, en Estados Unidos y Reino Unido (países del norte desarrollado donde más se aplicaron políticas públicas basadas en el dogma individual por encima de todo) aumentó la desconfianza como en ningún otro lado.
  • 6. Por ejemplo, el que no tiene trabajo carga con el estigma: ya no hace parte de la sociedad funcional.
  • 7. Piénsese, por ejemplo, en la fallida reforma tributaria presentada en Colombia en el mes de abril: su bandera principal era la solidaridad; parecía casi una ofensa utilizar ese término.
  • 8. Por ejemplo, las prácticas religiosas.
  • 9. Concepto que se popularizó desde el siglo XIX, posterior al inicio de la revolución industrial, refiriéndose a la preocupación de políticos e intelectuales por las malas condiciones de los trabajadores y, por ende, la necesidad de un Estado que interviniera para solucionarlas. La idea de que sólo a través de una intervención estatal podían corregirse las malas condiciones sociales y económicas de los trabajadores contradijo, de cierta forma, la postura del liberalismo clásico de no interferencia, por parte de los gobiernos, en los asuntos privados.
  • 10. Es esta la crítica que hace Chantal Mouffe a la democracia liberal.
  • 11. Claramente al hablar de izquierda democrática se excluían casi, por definición, los movimientos socialistas radicales y comunistas de la época.
  • 12. La mayoría de análisis que hacen académicos inclinados a posturas de izquierda omiten o reducen el descontento ciudadano ante un Estado ineficiente e improductivo. Incluso en Colombia, como señala Gloria Isabel Ocampo, donde aún no se ha experimentado con la socialdemocracia, antes de la apertura de los mercados, en el gobierno de Gaviria (1990-1994), este descontento fortaleció la idea de que era necesario una administración pública técnica que cortara de raíz los descarados privilegios de una clase política enquistada en el presupuesto público. Un análisis y propuestas serias de política no pueden prescindir de este elemento.
  • 13. El claro ejemplo: Iván Duque.
  • 14. Que se alejan de los canales institucionales y democráticos.
  • 15. A partir de este discurso el “politólogo” Santiago Gil Tobón adquirió notoriedad en el país. Con esta retórica demagógica decidió lanzarse, para las próximas elecciones, al Congreso. Mauricio Marulanda, en su canal de YouTube, que recibe en promedio 500 mil visitas semanales, y que ha defendido fervorosamente la reducción del Congreso, también es un claro ejemplo de nuestros actuales “críticos” de la sociedad.
  • 16. Por ejemplo, el sicario. Alonso Salazar en su libro, No nacimos pa’ semilla, al entrevistas a decenas de muchachos que pertenecían a las bandas sicariales del Medellín de principios de los 90’s, concluir, a partir de estos relatos, que los jóvenes ingresan a la delincuencia por esta falta de oportunidades (su “destino”), pero que también había algo de inclinación por el peligro, por la adrenalina, que suponía un “trabajo” como estos. Es decir, la estructura define las opciones que tiene el muchacho, el desempleo, un trabajo mal pagado o el hampa, el carácter de cada uno de ellos define por qué opción se decanta. Si fuese todo absolutamente “destino” todos los jóvenes de los barrios suburbanos serían delincuentes. Situación que, por supuesto, no sucede.
  • 17. Que no es más que lo que hoy se denomina de manera despectiva (sorprendentemente) con el término de tibieza.
  • 18. La idea de que hay ciertos ámbitos en los que el Estado puede y, además, debe intervenir no es ni siquiera absurda para los conservadores. Frederick Hayek, uno de los principales exponentes de la escuela de la economía austriaca, consideraba que el mercado no iba per se en contra de un amplio sistema de servicios sociales, siempre y cuando la organización de estos no entorpezcan el buen funcionamiento del mercado. La preocupación de Hayek, al igual que la de Keynes, no era tanto si debía haber o no libre mercado o servicios sociales, sino cómo evitar los excesos autoritarios. Por otro lado, Karl Popper, otro brillante defensor de la economía liberal, consideraba que el libre mercado era un tanto paradójico. Si el Estado no interviene, otras organizaciones semipolíticas (monopolios, trust, sindicatos) interferirán. En el fondo se trata de una ficción: Siempre se corre el riesgo de ser distorsionado por actores excesivamente poderosos que obligan, en últimas, al Estado a intervenir para proteger su buen funcionamiento.


Sobre el autor

Juan José Fajardo

Editor, Escritor

Politólogo, eufórico al decirlo. Estudio con amor y paciencia a Colombia, ese país que entró con angustia a la modernidad, a través de su arista más triste: la violencia. Le sigo entregando mis mejores horas a lo que mas amo, aunque no me deje plata; me va a matar el descaro. El camino que escogí no lleva a Roma, como dice E. H.



El contenido de este artículo es propiedad de la Revista Cara & Sello



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