Política

Lo que no se reconoce, no se nombra:
La triple injusticia al campesinado colombiano

Tiempo estimado de lectura: 23 min

“Dado que lo que no se reconoce, no se nombra;
lo que no se nombra, no se escucha;
y lo que se no se escucha
no se incluye en el reparto de los bienes sociales"

El campesino, como lo define el ICANH, es un sujeto intercultural, con una cultura propia (con memorias, saberes y prácticas), dentro de una vida comunitaria (vecinal y familiar), fuertemente vinculado con la tierra, la naturaleza y el territorio y que lucha por una participación política buscando que su vida colectiva se respete y pueda ser realizada.

El campesinado, pues, es un actor social que reviste múltiples aristas, no obstante, la percepción de la academia y la opinión pública lo relaciona (por lo general) exclusivamente con la tierra, con lo que produce en la tierra. No se hace una distinción precisa entre el campesino y el trabajador agrícola. Y aunque una de sus características principales sea la explotación de la tierra, como medio de subsistencia, cuenta además con otras dimensiones que muchas veces son omitidas.

Esta invisibilización de los componentes que lo constituyen generan una invisibilidad estadística, jurídica, social y política, que impiden una protección integral por parte del Estado, así como políticas públicas efectivas que busquen minimizar los problemas estructurales del campo. A su vez, produce una triple injusticia: falta de reconocimiento, discriminación socioeconómica y represión, que ha situado al campesino en un letargo histórico que permanece hasta el día de hoy.

Esto es lo que plantean Diana Güiza, Ana Bautista, Ana María Malagón y Rodrigo Uprimny, investigadoras de DeJusticia, en su libro La constitución del campesinado: Luchas por reconocimiento y redistribución en el campo jurídico, concluyen que el campesino es víctima de una asimetría en la protección estatal, por medio de un análisis de la Constitución de 1991 y posterior jurisprudencia, si se le compara con los restantes sujetos subalternos de la ruralidad (comunidades indígenas y afrodescendientes). Mientras hay mecanismos de reconocimiento y participación explícita para los indígenas y, en menor medida, a los afros, el campesino, producto de una visión incompleta de lo que significa, ha quedado relegado a un segundo plano.

Una verdadera justicia: reconocimiento social, participación y redistribución:

Portada libro Güiza, et. Al

Según Axel Honneth, el reconocimiento del Estado, y la ciudadanía en general, a un actor social no puede limitarse únicamente al reconocimiento de sus particularidades culturales. La relación, el diálogo, que se entable también es fundamental. Si existe un reconocimiento formal, pero en la práctica la comunicación con el actor se basa en lesiones que atacan la dignidad humana (la humillación, la exclusión y el desprecio a modalidades de vida diferente) de los individuos que conforman el sujeto social, el reconocimiento es falso, incompleto. En cambio, cuando la relación está mediada por el respeto y protección de la dignidad humana, el actor recibe un mayor aprecio social a su trabajo, a su dimensión cultural y una mayor participación en las decisiones públicas.

Adicionalmente, para Nancy Fraser, alejada de los análisis marxistas y neomarxistas, los individuos y colectivos en una sociedad no se dividen en clases económicas (proletarios-burgueses; pobres-ricos), sino por su estatus social. Es decir, la mayor o menor visibilidad que se tiene en la vida pública, la atención que logra concentrar de otros actores sociales y la cantidad y calidad de bienes sociales que recibe. Para Fraser, si se busca una verdadera justicia, en una sociedad democrática, la justicia debe contar, además, con una dimensión material, que, para el caso del campesino, se traduciría en políticas redistributivas, mayores servicios públicos y una garantía de la prestación eficaz de las funciones básicas del Estado (seguridad, justicia, tributación efectiva, etc).

La justicia, de esta manera, tiene 3 dimensiones:

  • Reconocimiento: protección de la identidad cultural y un diálogo sin lesiones a la dignidad humana
  • Participación: el estatus social
  • Material: políticas redistributivas

En el caso colombiano, frente al campesino, existe una injusticia cuando hay una ausencia de reconocimiento, participación y redistribución; la triple injusticia al campesinado.

Triada de la injusticia: discriminación socioeconómica, no reconocimiento y represión:

Así, el campesino es un actor social que tiene unas dimensiones sociológicas (la vinculación con el territorio), económico-productivas (la explotación de la tierra para su sustento), comunitarias (una vida vecinal y familiar) y culturales (memorias, saberes y prácticas). Sin embargo, sólo se prima su rasgo productivo: el campesino es importante porque me alimenta, sin más. Invisibilizando e, incluso, negando, sus demás dimensiones, lo que ha dado pie a ser víctima de una pobreza endémica, de la violencia (para) estatal y a su no reconocimiento: la triple injusticia.

Discriminación socioeconómica:

Como afirma Gutiérrez-Sanín, en el país es latente un agudo dualismo rural-urbano, cuando existe una brecha significativa en términos de acceso a servicios y bienes públicos. El campesino ha sido históricamente relegado de la mayoría de los procesos de fortalecimiento del Estado, lo que lo ha mantenido en una posición periférica, enfrentando los embates de la pobreza, la violencia y la estigmatización.

La discriminación socioeconómica, una de las dimensiones de la tríada de la injusticia, proviene del siglo XIX cuando se implementó el modelo de Hacienda (principalmente en el caribe, los llanos orientales, Tolima, Boyacá y Santander) que produjo una acumulación de tierras y relegó al campesinado a unas pésimas condiciones laborales, obligado a situarse en zonas cada vez más periféricas, más allá de la frontera agrícola, tratando de huir de la violencia y con la pretensión de ser dueño de la tierra que labraba.

El Estado colombiano tratando de subsanar esta situación, y las tensiones producto del problema agrario irresuelto, implementó reformas agrarias con un pálido tono redistributivo, como la ley 200 de 1936, en el gobierno de Alfonso López Pumarejo, o la ley 135 de 1961, en el gobierno de Alberto Lleras Camargo, y que continuó con Guillermo León Valencia. No obstante, dichos intentos han sido en vano, con resultados meramente cosméticos al no conquistar un cambio estructural en la tenencia de la tierra1. Incluso hubo momentos donde el cambio institucional estuvo encaminado a perpetuar la asimetría en el campo, como el Pacto de Chicoral, en 1973, donde una coalición de terratenientes y líderes de los partidos tradicionales buscaron revertir los tímidos cambios que propuso la reforma de Lleras Camargo y León Valencia, además de construir mecanismos que legitimaran la violencia contra el campesino, producto del fortalecimiento que tuvo la ANUC (Asociación Nacional de Usuarios Campesinos), creada en 1967, y sus reivindicaciones por la redistribución de la tierra en el país.

Dichos intentos han sido en vano, con resultados meramente cosméticos al no conquistar un cambio estructural en la tenencia de la tierra.

En la década de los 80’s y 90’s, en medio del giro al libre mercado que se presentó en la región, se prima los cultivos de agroindustria con fines de exportación y la ganadería extensiva, así como la mayor participación de los narcotraficantes y paramilitares en el sector rural, lo que acentúo aún más la estructura agraria de acaparamiento excesivo de la tierra por parte de pocas manos2.

Actualmente la situación poco ha cambiado. Se mantiene el crónico déficit en la tenencia de la tierra, cuando más de 800 mil hogares rurales no cuentan con propiedad. En Colombia, el índice de GINI, el indicador que mide la desigualdad, es 0,809. Es decir, una desigualdad casi absoluta. El caso más alto de la región y uno de los más altos en el mundo, debido, entre otros factores, a un proceso de concentración de la tierra que ha sido permanente y que se ha acentuado en los últimos años.

Gráfico comparativo incidencia pobreza (2019) entre centros urbanos y el campo. Fuente DANE

Por otro lado, en Colombia, el 1% de las explotaciones agropecuarias ocupan el 81% de todas las tierras. Mientras hay 22 millones de hectáreas aptas para las actividades agrícolas, solo 5,3 millones se utilizan para tal fin; Existen 15 millones de hectáreas aptas para la ganadería, pero 34 millones son usufructuadas por la ganadería extensiva.

Es decir, no hay tierra para los campesinos, esta se encuentra en pocas manos, mucha tierra es improductiva y la mayoría de la que se explota es utilizada con otro fin. En un contexto de auge de la agroindustria y de los cultivos permanentes (como la palma de aceite y la caña de azúcar) el campesino ha quedado relegado.

Cuadro 1: comparación población campesina y no campesina

Población campesina Población no campesina
Energía eléctrica 93,1% 99,3%
Acueducto 51,2% 96,2
Alcantarillado 12,2% 91,3%
Recolección basuras 23,7% 96,3%
Gas natural 9,9% 80,1%
Educación Ninguna educación:
11,1%
Ninguna educación:
3,1%
Pobreza 29% 17,5%
Pobreza Multidimensional3 34% 29,3%
Principal medio de transporte para ir estudiar A pie
(45%)
Transporte público
(39,1%)
Mujeres encargadas labores cuidado hogar 49,3% 27,9%

Elaboración propia con información de Güiza et. Al (2020)

Represión:

Aunque la violencia ha sido un factor preponderante en los territorios rurales del país, desde la década de los 80's y 90's se presentó un preocupante pico, producto de la emergencia del proyecto paramilitar, que azotó al campesino en todo el país, principalmente en departamentos como Antioquia, Meta, Bolívar, Santander y Cauca, donde las AUC fueron las responsables del 35% de la violencia perpetrada contra el campesino, seguida de la fuerza pública con un 26,5%.

En la década de los 90's, con el nacimiento de las ACCU, en 1995, y posteriormente de las AUC, en 1997, el proyecto paramilitar entró en su etapa de mayor expansión, que tuvo como principal víctima al campesinado colombiano.

Por medio de la perpetración de una masacre, el frente paramilitar ingresaba a un pueblo o corregimiento buscando una consolidación territorial, a partir de la estigmatización del campesino producto de su supuesta cercanía con las guerrillas. Miles de asesinatos como el modus operandi en la conquista de nuevos territorios. Fue en este periodo donde se presentaron las mayores tasas de victimización en la historia del conflicto, de las cuales el 59% de la victimización letal y 32% de la victimización no letal fue producto de los paramilitares.

Gráfico 2: Intensidad de la violencia letal paramilitar (1988-2012)
Fuente: CINEP

La violencia paramilitar, y la ejercida por algunos miembros de la fuerza pública, se concentra principalmente contra el campesinado, producto de la estigmatización y de la construcción del imaginario que asocia al campesino con la insurgencia. Sin la población civil, en el marco de una guerra, un grupo ilegal tiene pocas oportunidades de subsistir. La fuerza pública, desde la guerra fría, y los paramilitares, desde los 80’s, han encasillado a los pobladores de los territorios donde hacen presencia histórica las guerrillas (principalmente zonas alejadas y dispersas del territorio nacional) como colaboradores activos de la insurgencia. La táctica, de esta manera, trata de quitarle el “agua al pez”: una forma de debilitar a la guerrilla es atacando a sus colaboradores en la población civil. Como demuestra Camilo Echandía, los paramilitares fueron terriblemente ineficientes en los combates abiertos contra las guerrillas, lo que generó una concentración de sus operaciones militares en ataques a la población civil4.

Por otro lado, el campesino fue la principal víctima de, lo que Alejo Vargas denomina, la contrarreforma agraria. Desde la década de los 80's, narcotraficantes, en pleno auge, y ricos rurales, por medio de la creación de grupos de autodefensa privados se apropiaron de grandes extensiones de tierra, sumado al robo de los predios a los colonos más prósperos, por parte de las FARC y el ELN. Este fenómeno produjo el desplazamiento del 8% de la población total del país, obligados a abandonar sus casas, parcelas y a sus comunidades, lo que provocó uno de los más agudos casos de concentración de tierra en el continente. Para el año 2005, según datos del extinto INCORA, el 48% de las mejores tierras eran propiedad de narcotraficantes y tan solo el 5,2% del área total la poseían los campesinos.

No reconocimiento:

Las normas no determinan un avance en la protección, per se, de los derechos humanos de los individuos que conforman a un actor social, ni una protección y reivindicación a sus luchas y demandas. Existe una diferencia entre lo plasmado en el papel y la realidad. No obstante, las leyes cumplen un papel fundamental, porque marcan el punto de inicio en la reducción de la brecha entre el deber ser y el ser. La lucha de un movimiento social presenta un punto de inflexión cuando es reconocido por el Estado. Piénsese, por ejemplo, en las luchas por la reivindicación de los derechos de la mujer: aunque la tipificación del feminicidio en el Código Penal no produce automáticamente una reducción significativa de la violencia estructural, es una conquista de los movimientos feministas que se reconozca, a partir de una norma, la violencia dirigida particularmente a la mujer. La norma modifica la política contenciosa: se trata ahora de hacer cumplir la ley.

A pesar de los tiempos actuales de globalización, donde las fronteras se disipan, y distintos actores no-estatales detentan cada vez más poder, el reconocimiento por parte del Estado a un actor social sigue siendo fundamental, mucho más si se trata de la Constitución, la norma de normas. El no reconocimiento actual del campesino, aunque es de larga data, se define a partir del papel y la importancia que se le asignó en la Constitución de 1991.

El no reconocimiento actual del campesino, aunque es de larga data, se define a partir del papel y la importancia que se le asignó en la Constitución de 1991.

El campesinado no tuvo representación en la Asamblea Nacional Constituyente, encargada de redactar la Constitución. Esto significó que las demandas particulares del campesino no tuvieran un peso significativo en medio de las negociaciones de los asambleístas, generando, por ende, una débil protección constitucional, si se le compara con los restantes sujetos subalternos de la ruralidad (comunidades indígenas y afrodescendientes), con un vacío en la norma constitucional de mecanismos explícitos de protección y participación.

Esto se debe, según Güiza et. Al (2020), a 4 factores:

  • La represión previa a la ANC que vivió el campesinado, lo que debilitó sus movimientos sociales y su participación en la discusión nacional de ese entonces.
  • Estigmatización: al ser percibido por el grueso de la población como un actor insurgente (siendo asociado con las guerrillas, que tenían un origen rural, y que se encontraban en plena expansión5) y un actor ilegal (producto de la expansión de los cultivos de hoja de coca, principalmente en la Amazonía Occidental). La guerra que enfrentaba Colombia tenía 2 frentes: la insurgencia y la droga. El campesinado estaba asociado con los 2 problemas: era parte del enemigo que había que derrotar.
  • Apertura de mercados: Producto del giro paulatino a una política macroeconómica que reproducía el recetario del libre mercado, que devino en una reducción significativa en el tamaño del Estado, las políticas sociales y redistributivas perdieron peso en las agendas de los gobiernos, siendo catalogadas como un oneroso gasto que había que reducir, al menos en parte.
  • Multiculturalismo de los 90's: la reivindicación que hubo, a partir de finales de la década de los 80's, de los sujetos subalternos tuvo un matiz netamente étnico: la protección del Estado se encaminó, paulatinamente, a las comunidades indígenas y afros, a partir del criterio de la etnia; el campesino, al no cumplir este criterio, encasillado como mestizo, fue relegado a un segundo plano

Así, el catálogo de los derechos especiales de protección en Colombia, a partir de la Constitución del 91, dependía de la adscripción de los actores rurales a su identidad étnica6, siguiendo el multiculturalismo de la época. No existen mecanismos de participación y reconocimiento explícitos hacia el campesinado. En cambio, las comunidades indígenas y, en menor medida las afrodescendientes, lograron la inclusión de herramientas jurídicas que les permiten, entre otras cosas, que sus territorios sean considerados entidades territoriales. Es decir, que puedan elegir gobernantes, extraer impuestos de la población, aplicar sistemas de justicia autóctonos y ser partícipes del presupuesto nacional. Esto generó una asimetría constitucional entre los sujetos subalternos de la ruralidad, una pirámide del mestizaje invertida: unos actores, históricamente relegados por el blanco y el mestizo, alcanzan un reconocimiento especial y una conquista de derechos especiales, mientras otros, el campesino mestizo, quedan dentro de un nivel casi subrepticio. El campesinado parece un sujeto rural de tercera clase, por debajo de las comunidades indígenas y afros7.

Esto generó una asimetría constitucional entre los sujetos subalternos de la ruralidad, una pirámide del mestizaje invertida.

El campesinado sólo es reconocido en la Constitución a partir de su dimensión económica (su relación con la tierra, y las relaciones productivas agrarias), pero no desde su dimensión cultural (su relación con el territorio y una reivindicación de su prácticas, saberes y tradiciones), lo que genera una invisibilización de su dimensión política. El estatus social del campesino, comparado con el resto de actores de la sociedad, a partir de lo plasmado en la norma, es muy inferior.

Una débil justicia redistributiva, una ausencia de justicia en el reconocimiento y en mecanismos de participación propios; la Constitución de 1991 reprodujo la triple injusticia al campesinado.

El campesino: La necesidad de nombrarlo

Aunque ha habido avances en disminuir dicha asimetría constitucional, como las sentencias de la Corte Constitucional C-021 de 1994 (señalando que debe haber un mandato programático para el desarrollo del campesino), C-077 de 2017 (donde se establece un Corpus Iuris a favor del campesino, una especie de constitución campesina) o la C-073 de 2018 (que establece la necesidad de un mecanismo de participación, parecido a las consultas previas, propio de los campesinos), en las demás cortes (la Corte Suprema de Justicias o las jurisdicciones encargadas de resolver los conflictos por tierras) el avance ha sido más bien tenue, y mucho más en las políticas públicas implementadas8 que no parten del reconocimiento del campesino como un sujeto especial de protección constitucional.

Al invisibilizar las demás dimensiones propias del campesinado, y reducirlo únicamente a la explotación de la tierra, no se reconoce al campesino. Güiza et. al (2020) proponen que para avanzar efectivamente en soluciones estructurales a la discriminación socioeconómica a la que se ha condenado al campesino colombiano, es necesario entenderlo como un actor mucho más complejo, con una cultura, una forma de ver el mundo propia (equiparable a los indígenas o afros), que cuenta con una agencia, no es un actor pasivo y que se ha movilizado históricamente por la reivindicación de sus luchas y demandas. El campesino tiene una relación con la tierra, pero también construye territorio. Se trata de fortalecer lo que Carlos Duarte denomina la vinculación de la tierra con el territorio, donde se impulsan medidas que permitan al campesino una gestión de sus propios territorios y conflictividades, por medio de su participación y no exclusivamente desde políticas del Estado central (desde Bogotá), produciendo verdaderas transformaciones, enclave a las condiciones propias, a las condiciones locales.

El campesino es azadón, sí, por supuesto, pero también es una forma especial de entender el mundo.

Relacionar al campesino exclusivamente con el azadón, a partir de una herencia de los teóricos neomarxistas, paradójicamente, reproduce su discriminación. El campesino es azadón, sí, por supuesto, pero también es una forma especial de entender el mundo, el clima, la religión, la educación, la familia, la comunidad, a partir de unas visiones, imaginarios e identidades. Si logramos esto, como sucedió con los indígenas y los afros, se construirá paulatinamente mecanismos de protección y desarrollo (al menos en las leyes) que tengan en cuenta la especificidad de sus problemas históricos, mientras avanzamos -paralelamente- en un mayor respeto y aprecio por su labor. Es hora de nombrar y reconocer al campesino colombiano de una manera integral.

  • 1. Principalmente porque El INCORA (entidad encargada de reforma) contaba con poca capacidad operativa en territorios con grandes problemas agrarios (Alto Sinú cordobés, zona bananera en el Magdalena o los llanos en el Casanare.
  • 2. Para entender el modus operandi del despojo de tierras, véase el especial digital ¿Cómo nos quitan la tierra? En rutasdelconflicto.com
  • 3. Existe una relación directa entre los departamentos con más pobreza y los departamentos donde las personas más se autoreconocen como campesinos: Guainía (82%), Vichada (74,4%), Vaupés (74,3%), Chocó (47,5%), Córdoba (45,1%), Sucre (41,5%), Guaviare (36,8%).
  • 4. A su vez las guerrillas no fueron efectivas en defender a las comunidades.
  • 5. Los gobiernos de Betancour y Barco, en la década de los 80 's buscaron acercamientos con las insurgencias que se encontraban activas en ese momento (FARC, ELN, EPL, PRT, Quintín Lame, M-19). La mayoría de los grupos se desmovilizaron y fueron partícipes de la ANC, en representación de los sectores de la población de los que provenían (los indígenas en el Quintín Lame, o los estudiantes y obreros en el M-19), debido a la negativa de las FARC y ELN de negociar y desmovilizarse, estas guerrillas quedaron al margen de la conversación nacional que se desarrollaba alrededor de la ANC, producto de esto el actor social al que representaban (el campesino) también pasó a un segundo plano y no fue considerado en el diálogo nacional.
  • 6. Como señala Güiza et. Al (2020): "Los pueblos indígenas continúan el recorrido del fortalecimiento de sus derechos en el ordenamiento jurídico colombiano, al tiempo que las comunidades afrodescendientes se abren camino dentro del constitucionalismo multicultural. Al margen, el campesinado empezó a librar una lucha política por su reconocimiento como sujeto colectivo que tiene un proyecto de vida específico y persigue unas demandas de redistribución, reconocimiento y participación" (pp. 165).
  • 7. Por ejemplo, como señala Güiza et. Al (2020), algunos jueces en las jurisdicciones contencioso-administrativas, ordinarias y en especialidad de restitución de tierras no ha desarrollado esta visión de las altas cortes. Por ejemplo, en varias sentencias sobre restitución de tierras se prima a las comunidades indígenas, al darle un estatus al campesino exclusivamente por ser víctima de conflicto y no por ser un sujeto de protección especial. En algunas sentencias incluso lo tilda de expandir la frontera agrícola, asociarse con grupos armados y destruir la cultura indígena.
  • 8. Por ejemplo, como el Acuerdo de Proyecto de la Agencia Nacional de Tierras que busca abrir la posibilidad para que baldíos de la nación puedan ser utilizados en proyectos de agroindustria. Aquellos campesinos que estuviesen en dichos baldíos, con base a el Acuerdo, tendrán que salir de las tierras. Los baldíos, como ha reiterado innumerables veces la Corte Constitucional, y como quedó plasmado en la Ley 160 de 1994, deben tener una vocación de reforma agraria: es decir, avanzar en políticas redistributivas que permitan a campesinos sin tierra acceder a ella.


Sobre el autor

Juan José Fajardo

Editor, Escritor

Politólogo, eufórico al decirlo. Estudio con amor y paciencia a Colombia, ese país que entró con angustia a la modernidad, a través de su arista más triste: la violencia. Le sigo entregando mis mejores horas a lo que mas amo, aunque no me deje plata; me va a matar el descaro. El camino que escogí no lleva a Roma, como dice E. H.



El contenido de este artículo es propiedad de la Revista Cara & Sello



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