Sociedad

Programados para morir

Tiempo estimado de lectura: 7 min
2021-02-18 por Santiago Díaz

Comprar, tirar, comprar. El ciclo sin fin, hasta que llegue un fin. Sumidos en una sociedad netamente capitalista y neoliberal, el consumo masivo es el único camino que encuentra este sistema para generar crecimiento económico, competitividad y calidad de vida. La Revolución Industrial, aquel arma de doble filo que posibilitó la expansión y eficiencia del comercio mundial, el cual ha sido exprimido por aquellos que ostentan los medios de producción a su beneficio para crear sociedades manipuladas y adiestradas. En este nuevo paradigma, la condición social del individuo se determina con base a sus posesiones (y lo nuevas que estas sean), su patrimonio y sus últimos destinos turísticos, ahora maximizado gracias a la exposición en redes sociales.

Nuestra sociedad de consumo lo es todo. Si no hay consumo, no queda nada. La coyuntura actual que atraviesa el mundo es un buen banco de pruebas para constatar cómo se resquebraja nuestro sistema económico ante la pronunciada disminución de la demanda de bienes y servicios. Sin embargo, no hace falta una pandemia para percatarse de la extrema dependencia del sistema en un ciclo de consumo que no puede concluir, todo esto, teniendo en cuenta que vivimos en un planeta con recursos limitados. Aún así, la inevitable mentalidad cortoplacista de la nueva burguesía conduce a preservar estas estructuras comerciales, en donde se garantice un continuo e incesante cash flow, atacando siempre la necesidad del individuo de tener más, mejor y antes de lo necesario. No obstante, hace varias décadas esta necesidad no siempre se hacía patente en varios sectores e industrias, a raíz de esto nació el concepto de obsolescencia programada.

Gracias a los avances tecnológicos en los medios de producción y la expansión hacia nuevas e innovadoras industrias, se crearon una gran cantidad de bienes de enorme calidad, lo cual era contraproducente para el sistema, pues la durabilidad de ciertos productos conducía a un frenazo en seco a las proyecciones de producción a escala. Un producto que no se desgasta es una tragedia para los negocios. De esta manera se popularizó la práctica de la obsolescencia programada o su eufemismo actual, “ciclo de vida del producto”, en donde las empresas fabricantes programan deliberadamente una reducción de la vida útil de un producto para que el consumidor se vea forzado a adquirir uno nuevo.

Allá por los años veinte, General Motors dio con la tecla para reducir costos a la vez que lograba aumentar las ventas. Mientras Henry Ford lanzaba al mercado su Ford T, un automóvil fuerte, resistente y duradero, General Motors se dio cuenta que no podía competir en calidad ni materiales, por lo que se enfocaron en otros aspectos más visuales como el diseño y los accesorios. El tiempo les dio la razón al comprobar que sus vehículos eran más accesibles de adquirir y la clientela los renovaba cada tres años. Entretanto, las ventas de Ford quedaron rápidamente estancadas tras un trepidante comienzo. Ambas empresas habían aprendido la lección. Poco después, el asunto se repite en otro sector bastante diferente, las bombillas. Las principales empresas fabricantes como Philips, General Electric, entre otras, convocaron el que pasó a la posteridad como el “Comité de las 1000 horas de vida”. En este, se acuerda reducir la vida útil de las bombillas de 2500 horas a tan solo 1000. Este producto resultó ser un bien bastante duradero, por lo que el ahora cartel dejó de competir por tal atributo y se acordó establecer dicho canon de durabilidad, garantizando así una mayor rotación de stock. El paradero de los residuos desde luego no fue un tema a tratar en dicha reunión.

Desde entonces, cada industria ha procurado fabricar sus productos insertando componentes que garanticen la avería del aparato tras cierto tiempo de uso. En efecto, todos los productos podrían ser mejores de lo que en realidad son, pero ¿A quién le interesaría tener clientes solo una vez en la vida? Al parecer, no es suficiente la innovación y que el producto hable por sí mismo, adicionalmente los fabricantes tienen que sabotear los modelos “antiguos” para asegurarse unas prósperas futuras ventas. Uno de los principales abanderados de esta medida es Apple, empresa que vendió todas sus aspiraciones en materia de durabilidad y solidez para poder ofrecer diseños cool que le brinden a sus usuarios ese status social que tanto anhelan. Cada actualización es un recordatorio de que el celular tiene los días contados, las aplicaciones comienzan a detenerse o congelarse sin explicación, el almacenamiento no es el que era antes… pero tranquilo, siempre podrás comprarte el nuevo iPhone de turno que sale bimestralmente.

No es suficiente la innovación y que el producto hable por sí mismo, adicionalmente los fabricantes tienen que sabotear los modelos “antiguos” para asegurarse unas prósperas futuras ventas.

Nos ubicamos actualmente en la cultura de lo desechable, se ha creado la absurda necesidad de adquirir productos más nuevos, sofisticados y caros que el vecino. Esa dosis de dopamina resultante de sentirse varios estratos por encima del prójimo es difícil de rechazar. Ahora los productos se convierten en servicios que te prestan durante cierto tiempo y el aparato se transforma en una suerte de empaque/envase que desecharas una vez el servicio haya terminado. Las nuevas dinámicas de consumo incentivan el derroche y vuelven efímera la utilidad de cualquier bien. Pero lo peor resulta ser la insatisfacción que abunda en el ambiente, pues una vez se pierda el “factor novedad” de la más reciente adquisición, el producto ingresará al plano de lo cotidiano mientras que el individuo ya estará pensando en qué más gastar su dinero. No se incentiva el ahorro, al sistema le interesa que el dinero esté en constante circulación. Mientras tanto, la gente asume que todos sus logros y esfuerzos cotidianos deben verse materializados en adquisiciones de dudosa necesidad que cumplen la función de aparentar abundancia y prosperidad en el corto plazo, descuidando la planificación de un futuro solvente.

Dicho lo anterior, tampoco es plan de enmarcarse en un discurso idealista rozando lo ingenuo. El empleo se sostiene por las leyes de la oferta y la demanda, dado el caso que esta última sufra un bajón notable, la crisis sería insostenible. Sin embargo, en un mundo tan inequitativo como el nuestro, la capacidad de adquisición de bienes y servicios se concentra en un pequeño porcentaje de la población. La integración de más gente a la dinámicas de consumo, así como el desenfrenado crecimiento demográfico son factores que juegan a favor para las proyecciones de ventas del sector empresarial, lo cual podría frenar o mitigar en cierta medida la obsolescencia programada aplicada a cada producto. De todos modos, ningún gerente con cierta cordura implementaría medidas tan impopulares que reducirían notoriamente los márgenes de ganancia por razones relacionadas a la ética empresarial.

Y luego está el cuidado del medio ambiente… ¿Alguien quiere pensar en el planeta? Países como India o Ghana se han convertido en los “basureros” oficiales del mundo, pues cada año llegan cientos de miles de toneladas de residuos electrónicos aprovechando el vacío legal de declarar chatarra como “aparatos de segunda mano” para “reducir la brecha digital”. La manera en que estos países se “dejan meter” esta mercancía radica en, cómo no, la escasez de oportunidades de una población que intenta arreglar y reparar todo lo que se pueda, además de extraer ciertos metales de valor, mientras que las demás piezas y productos inservibles van a parar a estos vertederos con altísimos índices de contaminación. Los gobiernos competentes siguen pasando por alto estas problemáticas con legislaciones ausentes de cualquier responsabilidad, mientras el metano que se desprende de los desechos se sigue mezclando con la atmósfera a la vez que la producción de nuevos artículos no se detiene.

Países como India o Ghana se han convertido en los “basureros” oficiales del mundo...

Seguramente muchas de las personas (en su mayoría niños entre 11 y 18 años) que se dedican a recoger y reparar estos desechos electrónicos son analfabetas, pero seguro están acostumbrados a leer a diario ciertas palabras estampadas en cada aparato que encuentran: Philips, Nokia, Dell, Sony, Siemens... Es necesario que las empresas fabricantes se responsabilicen integralmente del ciclo de vida de sus productos, en lugar de desentenderse una vez éste abandone el escaparate de la tienda. Así mismo, el compromiso ambiental de estas compañías debe comenzar desde la fabricación del producto, ya que incluso al intentar reciclar estos artilugios, la presencia de sustancias tóxicas hace peligroso este procedimiento. Desde principios de siglo varios países han estado trabajando en leyes de prevención y reutilización de residuos electrónicos, siendo la Unión Europea la que ha llevado la delantera al estipular mecanismos para la recogida, tratamiento, valorización y eliminación de estos remanentes. Aún así, es necesario que las entidades competentes realicen un férreo seguimiento a la obediencia de estas leyes que, hoy en día, siguen resultando fáciles de eludir.

En definitiva, la obsolescencia programada adquiere un papel necesario en nuestra sociedad desde el día que asumimos el consumismo como base de nuestra economía. No obstante, existen medidas alternativas que permiten reducir estas técnicas, en su esencia tramposas con el consumidor. Pero incluso aunque se incremente la población con capacidad adquisitiva, las grandes multinacionales siempre se estarán proyectando en aumentar proporcionalmente sus márgenes de utilidad, dejando de lado una responsabilidad ambiental que solo aparece de cara a maquillar la imagen corporativa. Estamos exprimiendo los recursos del planeta para que el 1% de la población siga teniendo ese ostentoso estilo de vida que no están dispuestos a abandonar. Soy poco optimista.



Sobre el autor

Santiago Díaz

Director del Área Editorial

Bogotano, 1994. Profesional en Negocios Internacionales. He vivido en Barcelona y San Petersburgo. Me apasiona la sociología, la historia, la economía, la cultura y el arte. Me gusta analizar lo que sucede a mi alrededor. Escribo cosas.



El contenido de este artículo es propiedad de la Revista Cara & Sello



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