Sociedad

Cuando los reyes fueron mortales

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2020-11-12 por Hans Cornehl

El poder era transparente y corporal. Sus extraños rituales se gestaban en las plazas públicas cuya finalidad era la concreción de su fuerza violenta en el cuerpo de la víctima indefensa. En aquellos espectáculos se gestaban nuevas formas de regímenes o la continuación de otras, la manifestación implacable de lo nuevo o el terror inmóvil de lo viejo. En efecto, el poder divino se alimentaba del suplicio encarnizado de sus víctimas, cuyos gritos retumbaban la conciencia más íntima de los espectadores, quienes observaban el esplendor trágico de Dios en aquel pobre pecador. Sin embargo, con la ideación de la guillotina se marcó el inicio de una nueva era burocrática incorpórea, cuyas consecuencias se lamentarían los utopistas.

El cuerpo fue el locus de la política antigua. Quien detentaba la corona sobre su cabeza, era quien ejercía el poder absoluto del reino y, por su puesto, quien o quienes cortaban la cabeza del rey eran los nuevos detentores de él. Fueron tiempos sencillos; la política era un juego de transacciones de poder a través de la ejecución de sus dirigentes soberanos o la tortura de los blasfemos. El derecho y la ley, por lo tanto, se manifestaban en el cuerpo desnudo del hombre: el rey encarnaba la ley mientras que el siervo la sumisión ante él. Recordemos la célebre frase de Luis XIV: “El Estado soy yo”. En aquella frase se manifiesta el poder absoluto en la figura humana del rey, el mortal mandatario de Dios en carne y hueso, significando, en últimas, que mientras el rey viva, la monarquía perdura. La vida y la muerte, en resumen, eran las condiciones definitorias de la política divina, un régimen dicotómico por excelencia.

El violento surgimiento de la temprana modernidad va a desplazar esta lógica corporal y transparente del poder soberano y lo hace mediante uno de sus más racionales y calculadores dispositivos de la muerte: la guillotina. Conviene explicar, ante todo, que durante la Francia revolucionaria las decapitaciones se efectuaban en las plazas públicas, espectáculo que, de hecho, se extendería hasta la primera mitad del siglo XX. Al respecto, Albert Camus, en su ensayo, Reflexión sobre la guillotina, meditó sobre la transición de las ejecuciones públicas a las privadas:

Sabido es, por el contrario, que las ejecuciones, entre nosotros, no se realizan ya en público y se perpetran en los patios de las prisiones ante un número muy restringido de especialistas. (…) Hoy, nada de espectáculo, una pena conocida por todos de oídas y, de vez en cuando, la noticia de una ejecución, maquillada bajo fórmulas edulcoradas.

Es así como la guillotina pasó de ser una herramienta de terror político que se exhibía en la Plaza de la Concordia para ejecutar al rey al igual que a los radicales jacobinos como Robespierre -el historiador Hobsbawm al respecto contó que “el silbido constante de la guillotina les recordó a todos los políticos que nadie estaba realmente a salvo.”-, a ser una aplicada para las ejecuciones capitales de criminales en los ocultos patíbulos de las cárceles. Conviene entonces preguntarse: ¿Cómo se puede explicar dicha transformación ritualista?

Si nos detenemos sosegadamente ante la imagen de la guillotina, podemos empezar a entender que la respuesta se encuentra en ella misma. Este aparato de dos metros, altamente técnico y frío con su navaja afilada y diagonal para cortar la cabeza con una precisión matemática, es el dispositivo que encarna el espíritu moderno. El paisaje sombrío de esta máquina lo describe hermosamente Víctor Hugo en Los miserables:

El cadalso es una visión: no es un tablado, ni una máquina, ni un mecanismo inerte de madera, de hierro y de cuerdas. Parece que es una especie de ser, que tiene no sé qué sombría iniciativa. Se diría que aquellos andamios ven, que aquella máquina oye, que aquel mecanismo comprende, que aquella madera, aquel hierro y aquellas cuerdas tienen voluntad. En la horrible meditación en que aquella vista sume al alma, el patíbulo aparece terrible y como teniendo conciencia de lo que hace. El patíbulo es el cómplice del verdugo; devora, come carne, bebe sangre. El patíbulo es una especie de monstruo fabricado por el juez y por el carpintero; un espectro que parece vivir de una especie de vida espantosa, hecha y amasada con todas las muertes que ha dado.

Este aparato de dos metros, altamente técnico y frío con su navaja afilada y diagonal para cortar la cabeza con una precisión matemática...

Es como si la máquina tuviera vida propia y se presenciara ante nosotros como el nuevo dispositivo divino del poder, iniciando la tendencia escalofriante y paradójica de la vida inanimada, cuya imagen me recuerda al pasaje que evoca Donna Haraway en El manifiesto cyborg: “Nuestras máquinas son inquietantemente animadas y nosotros espantosamente inertes.” En efecto, en la guillotina, la víctima se acuesta y permanece inmóvil, mientras que son las cuerdas, las poleas y la navaja diagonal que, en últimas, hacen todo para gestar su muerte sin dolor, como si la máquina y no el hombre fuese quien pusiera fin al viejo régimen con la decapitación de Luis XVI. La figura del rey ciertamente desapareció bajo el poder absoluto de esta navaja. Es la imagen simbólica que evoca el dualismo antagónico del hombre Vs. máquina, cuyo desenvolvimiento trágico nos dirá que es el segundo aquel que finalmente primó sobre nosotros.

Es precisamente después de la decapitación de Luis XVI y de su esposa María Antonieta, que los viejos regímenes monárquicos se empiezan a derrumbar, dando paso a la nueva era del liberalismo en occidente. Sin duda, el modelo liberal se instauró gracias al eco de la guillotina, evocando el terror en los divinos, pero frágiles cuerpos de los reyes. En cierta medida la guillotina intentó transmitir un mensaje a través de su macabro funcionamiento maquinista, como si lo que intentase decir fuese: “El poder no es para los mortales, sino para los inmortales. Nuestras corazas metálicas son capaces de proteger y ejercer el poder más despiadadamente.”

Ya con el fin de la era monárquica, sin más cabezas regentes que cortar, este nuevo ser inmortal se empezaba a manifestar como una máquina diabólica, matando súbitamente a quienes no cumplían con la ley ahora secularizada. La guillotina, en efecto, dejó de cumplir su función revolucionaria, y pasó a ejercer su función policial: ejecutar a todos aquellos que no cumplen con la nueva ley. Por tal razón, sus espectáculos públicos se volvieron innecesarios y hasta rechazados por la mayoría de la población; sus rituales metódicos y secos eran mejor reservados en los patíbulos ocultos de las prisiones, cuyos únicos cómplices eran los burócratas del Estado.

Contrario a la acepción común, no es que la dominación se haya civilizado con el surgimiento del liberalismo, sino que, por el contrario, la ha escondido del escrutinio público. Cuando la guillotina se oculta, el poder se oculta, significando, por lo tanto, que la figura humana del poder se transformó en la figura maquinal, abstracta e incorpórea del aparato burocrático, volviéndose en un sistema incluso más tiránico que el monárquico. Hannah Arendt reconoció esto y al respecto dice:

Tal carácter despótico no se altera por el hecho de que en este régimen mundial no pueda señalarse a ninguna persona, a ningún déspota, ya que la dominación burocrática, la dominación a través del anonimato de las oficinas, no es menos despótica porque “nadie” lo ejerza. Al contrario, es todavía más temible, pues no hay nadie que pueda hablar con este Nadie ni protestar ante él.

Siguiendo la misma línea argumentativa de la filósofa alemana, el sociólogo Zygmunt Bauman declara: “Si el tiempo de las revoluciones sistemáticas ha pasado, es porque no hay edificios en donde los escritorios del poder se alojen y que puedan ser asaltados y apresados por los revolucionarios”. Curiosamente, si analizamos algunas de las grandes revoluciones del siglo XX, la mayoría, si no todos, solo fueron posibles en regímenes agrarios incipientes y no en Estados altamente industrializados y burocráticos en donde el poder es apenas visible: la Cuba de Fulgencio Batista; China de Chiang Kai-shek; Rusia de los Romanov. En todos estos países, en efecto, el poder se encarnaba abierta y totalitariamente bajo la figura humana de su máximo representante, es decir, funcionaba bajo la lógica antigua feudal. La revolución, por lo tanto, sólo es posible cuando el poder recae en un soberano absoluto.

La guillotina se descontinuó cuando el gobierno francés de François Mitterrand la abolió en 1981. El mundo ya no necesitaba de más guillotinas precisamente porque la política dejó de ser un espectáculo público y trágicamente humano, convirtiéndose en un complejo sistema maquinal despótico. De tal manera, la guillotina nos ayudó a comprender que cuando el poder reside en el hombre, la fuerza es frágil y cuando reside en la máquina es omnipotente. Ciertamente, cuando la guillotina decapitó a los últimos reyes y se escondió en los patíbulos secretos, se sabía que su poder era superior al humano y su figura demasiado imponente como para la exhibición en los cadalsos; el mundo, en efecto, presenciaba el nuevo rey de las repúblicas modernas: la máquina.



Sobre el autor

Hans Cornehl

Escritor

Un ser-ahí obsesionado por lo cotidiano. Me encuentro entre las cosas ocultas que intento develar por medio de la reflexión filosófica, geográfica y política. Soy estudiante de Ciencia Política, vegetariano y amante de los gatos.



El contenido de este artículo es propiedad de la Revista Cara & Sello



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