Sociedad

La estética de la desaparición

Tiempo estimado de lectura: 8 min
2021-04-22 por Hans Cornehl

Estamos presenciando el desvanecimiento del cuerpo: sus marcas, signos, aperturas, salidas, secreciones, orificios, pliegues, arrugas, laceraciones, etc. Son trazos que tuvieron una potencialidad simbólica, un evento cultural que proyectaba una cosmovisión, un gran meta relato: desde el cuerpo crucificado de Cristo hasta los dioses egipcios teriomorfos. El cuerpo designaba el locus de la sacralidad y el poder, en cuyos ritos públicos se gestaban los sacrificios hacia los dioses o el castigo de la fuerza de ley, ofreciéndose como una imagen de la autoridad, una presencia divina que ofrecía la magnanimidad del espectáculo. Es ahora cuando quizás la importancia del corpus se relega; un estado desacralizado que aviva nuestros miedos y desconciertos, llevando naturalmente a una obsesión por la higiene. El control total sobre el cuerpo a través de diferentes dispositivos, la total anatomización de sus funciones, ha instaurado un régimen inmunológico, la expulsión del Otro, gestando así una nueva imagen del cuerpo que trae consigo su rechazo, su propia desaparición.

El cuerpo es la expresión visible de la existencia, sin lugar al misterio y ocultamiento, “No hay nada que descifrar en un cuerpo, excepto por el hecho de que el cifrado del cuerpo es el cuerpo en sí, no cifrado, simplemente extendido. La vista de los cuerpos no penetra en nada invisible: es cómplice de lo visible, de la ostentación y extensión que es lo visible.” (Jean-Luc Nancy). El cuerpo permite su exhibición, siendo él el locus del sacrificio y el castigo en la era del suplicio: sus marcas permitían su lectura y su adoctrinamiento, condición que cambiaría por las reformas institucionales de la modernidad, significando su rechazo y su ocultamiento. Lo que Michel Foucault denominó como la era del suplicio no es más que la época en donde el ejercicio del poder se desplazaba sobre el cuerpo, la exhibición de la fuerza institucional sobre el territorio marcado de la piel, cuya teatralidad ha sido desplazada por un oculto proceso punitivo, “Y, sin embargo, tenemos un hecho: en unas cuantas décadas, ha desaparecido el cuerpo supliciado, descuartizado, amputado, marcado simbólicamente, en el rostro o en el hombro, expuesto vivo o muerto, ofrecido en espectáculo. Ha desaparecido el cuerpo como blanco mayor de la represión penal”.

Los discursos de la modernidad imponen los nuevos conceptos de higiene; sin duda las pestes marcaron los mayores horrores para Europa en los siglos anteriores, de tal manera que los dispositivos gubernamentales con los nuevos métodos de la medicina moderna impartieron un régimen en la organización corporal: el desplazamiento, la contención, la separación, el seguimiento. El cuerpo es ahora el territorio de la enfermedad, el sitio principal de contagio, destinado a su suspensión con el fin de evitar el contacto con el Otro. Es de esta manera que la modernidad ve en el cuerpo la violencia virulenta, la suciedad que pone en peligro el sistema sanitario: el locus de la infección. La pandemia actual atestigua esta transformación del cuerpo, en cuyas cuarentenas obliga el distanciamiento y el ocultamiento del cuerpo, del contacto con el Otro. Desde aquí, el poder, como nos enseña Foucault en Vigilar y Castigar, se desplaza del cuerpo a otros dispositivos disciplinarios, ya sea la cárcel, la escuela, el hospital, la fábrica, etc., iniciando la sistematización de lo corporal, su organización racional y contención máxima. El cuerpo pierde su solemnidad antigua, el centro del poder político, optando, actualmente, por su contención profunda.

El cuerpo pierde su solemnidad antigua, el centro del poder político, optando, actualmente, por su contención profunda.

La posmodernidad propende por un mayor desplazamiento del cuerpo, generando una serie de contradicciones. Los humanos de la hipermodernidad, tomada desde la concepción de Lipovetsky, tienen una relación exagerada con el cuerpo, evidenciado en aspectos como la obesidad o la bulimia, o también la sobreexposición de lo corporal en redes sociales o su anonimato en otros, “lo demuestran igualmente las imágenes porno; la televisión y los telespectáculos que practican la transparencia total; la galaxia Internet y su diluvio de montañas digitales: millones de sitios, miles de millones de páginas y de caracteres que se multiplican por dos cada año que pasa” – menciona Gilles Lipovetsky en Los tiempos hipermodernos. El cuerpo se desvanece en lo digital, su abstracción en códigos binarios, perdiendo su referente original. Para Paul Virilio esto constituye la estética de la desaparición: el desvanecimiento en la aceleración. Esto lo podemos notar en las redes sociales a diario con la manipulación corporal a través de instrumentos digitales, como los filtros, o los avatares anónimos que surfean sigilosamente por Twitter. Es la era de los opuestos, cuya ambivalencia exposición-ocultamiento no encuentra moderación.

El cuerpo se desvanece en lo digital, su abstracción en códigos binarios, perdiendo su referente original.

No debe resultar una coincidencia que con la desaparición de los cuerpos también se desintegra la distopía y con ella la utopía. El suplicio que se manifestaba en los pliegues de la piel simbolizó la explotación, el encarnado sufrimiento del obrero:

Los cuerpos están trabajando en primer lugar. Primero que nada, los cuerpos están trabajando duro. En primer lugar, los cuerpos van a trabajar, regresan a casa del trabajo, esperan el descanso, lo toman y lo dejan prontamente, y trabajan, incorporándose a las mercancías, ellas mismas mercancías, mano de obra, capital no acumulable, vendible, agotables en el mercado de capital acumulado y acumulativo. El technē creativo crea cuerpos para fábrica, taller, obra, oficina, partes extra partes combinando con todo el sistema a través de figuras y movimientos, piezas, palancas, embragues, cajas, recortes, encapsulaciones, fresado, desacoplamiento, estampación, sistemas esclavizados, esclavitud sistémica, almacenamiento, manipulación, descarga, naufragios, controles, transportes, llantas, aceites, diodos, juntas universales, horquillas, cigüeñales, circuitos, disquetes, telecopias, marcadores, altas temperaturas, pulverizaciones, perforaciones, cables, alambrados, carrocerías conectadas a nada más que a su fuerza acuñada, a la plusvalía de capital recolectado y concentrado allí.

La cita anterior de Jean-Luc Nancy demuestra la circulación del cuerpo, su lógica insertada en la producción económica. La descripción, no obstante, engendra una vívida imagen industrial y no contemporánea, una que alimentó la lucha de clases en la temprana modernidad con sus engranajes y máquinas de vapor, el sudor y el cansancio físico, la materialización de la explotación laboral, “El proletario de las etapas anteriores del capitalismo era en verdad la bestia de carga, que proporcionaba con el trabajo de su cuerpo las necesidades y el lujo de la vida mientras vivía en la suciedad y en la pobreza. De este modo era la negación viviente de la sociedad” – Marcuse contrasta esta etapa del capitalismo con el nuevo desarrollo tecnológico en el que la nueva lógica automatizada impone una dominación fisiológica distinta, dirigida al alma o la mente, conservando el cuerpo intacto y así optando por su desaparición de la escena política, perdiendo el carácter subversivo del cuerpo cansado y agotado. Marcuse concluye diciendo: “la fuente tangible de explotación desaparece detrás de la fachada de racionalidad objetiva”.

El cuerpo se esconde en la digitalización, amparado bajo los nuevos regímenes tecnológicos, haciéndolo completamente maleable y manipulable, perdiendo su realidad concreta. En efecto, se vuelve más complejo entablar una correspondencia con el Otro cuando no existe la complicidad de los cuerpos que se encuentran, mostrando los rastros de y las marcas de sufrimiento, fragilidad, fortaleza o felicidad. El cuerpo parece estar destinado a su total abstracción y aislamiento, perdidos en la totalidad de la velocidad, eliminado los rasgos identitarios que en ella se constituyen. La escandalosa frase de Baudrillard que declama que “todos somos transexuales” parece recobrar una importancia particular, en el que los cuerpos pierden los horizontes sexuales, mezclando el hombre y la mujer en uno, como el cyborg de Haraway (lo mismo puede decirse de las razas). El mundo poshumano es también el mundo poscorporal, una realidad que hace que la hermenéutica carnal de Hwa Yol Jung, la interpretación analítica de las marcas y signos de los cuerpos, sea cada vez más irrealizable.



Sobre el autor

Hans Cornehl

Escritor

Un ser-ahí obsesionado por lo cotidiano. Me encuentro entre las cosas ocultas que intento develar por medio de la reflexión filosófica, geográfica y política. Soy estudiante de Ciencia Política, vegetariano y amante de los gatos.



El contenido de este artículo es propiedad de la Revista Cara & Sello



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