Sociedad

La tribalización de la modernidad

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2021-03-04 por Hans Cornehl

Resulta paradójico que en nuestras sociedades tecnológicas se encuentre la germinación de una actitud primitiva: la del nómada. El nomadismo contemporáneo, no obstante, es peculiar: no andamos por la tierra entera como si fuera nuestro eterno hogar, sino que, por el contrario, deambulamos como si nada lo fuera. Nuestros movimientos no se explican a partir de los ciclos climáticos como lo fueron para nuestros ancestros, se entienden más por el fracaso de nuestra propia sostenibilidad en la tierra, la destrucción de nuestros hogares. Nos encontramos, por consiguiente, entre las ruinas de nuestras pasadas utopías, entre hallazgos arqueológicos de estructuras que conjuran a sus antiguos habitantes: desde los templos vacíos que albergaban dioses hasta las moradas que cuidaban nuestro ser. Hoy en día nos lanzamos ante el mito del movimiento, cuyo vicio deambulatorio muestra la nostalgia por nuestras moradas del pasado, el signo de una estabilidad convertida en leyenda.

La semilla del primitivismo de las sociedades contemporáneas se encuentra ya en el centro del pensamiento de varios autores del siglo XX. La aldea global de McLuhan, por ejemplo, lleva la vida comunal de la tribu hasta su extensión mundial, siendo los nuevos dispositivos de comunicación los medios que nos unirían en una gran familia tribal. La premisa de McLuhan, sin duda, parte de una visión optimista, debido a que infirió el rompimiento del individualismo de la temprana modernidad, aspecto, como bien sabemos, se desarrolló en su sentido contrario, hacia las sociedades hiperindividualizadas. Más allá de su optimismo, la figura de la aldea, sin embargo, implica un locus de la sacralidad, la morada comunal que reunía a los aldeanos con sus dioses, en cuyos centros se practicaban los ritos y las danzas alabando a las deidades encarnadas en el medio ambiente. Si hemos de aceptar la idea de la aldea global de McLuhan, se tendrían que hacer varias modificaciones conceptuales: una aldea desprovista de sus implicaciones sagradas, comunales y ritualistas; la profanación de la aldea.

En la aldea desacralizada se hace imposible el habitar en su forma auténtica. ¿Qué quiere decir esto? El acto de habitar va más allá del residir, es decir, reúne diferentes cualidades que trascienden el hecho de que se posea una vivienda como tal. Al respecto, Martin Heidegger nos dice: “La auténtica penuria del habitar residen en el hecho de que los mortales primero tienen que volver a buscar la esencia del habitar; de que tienen que aprender primero a habitar” Para resarcir esta patología de la modernidad, el filósofo alemán establece que la esencia del habitar implica la cercanía de la cuaternidad, a saber: los mortales, el cielo, la tierra y los dioses. No obstante, la aldea desacralizada prohíbe la reunión de estos elementos en un solo evento, mediante una configuración urbana que imposibilita el sosiego, despoja a los dioses, separa a los mortales y esconde el cielo y la tierra. Es el fracaso del hombre en construir un mundo habitable y perdurable; nuestra tendencia destructora y pasiva nos ha llevado a erigir enjambres tecnológicos que destruyen toda cercanía íntima con nuestro entorno. “La casa no tiene raíces. Cosa inimaginable para un soñador de casas: los rascacielos no tienen sótano. Desde la acera hasta el techo, los cuartos se amontonan y el toldo de un cielo sin horizonte ciñe la ciudad entera. Los edificios no tienen en la ciudad más que una altura exterior. Los ascensores destruyen los heroísmos de la escalera. Ya no tiene ningún mérito vivir cerca del cielo. Y el en sí no es más que una simple horizontalidad.” – Lamentó Gastón Bachelard.

El acto de habitar va más allá del residir, es decir, reúne diferentes cualidades que trascienden el hecho de que se posea una vivienda como tal.

Ante tal fracaso de constituir un hogar para nosotros mismos, nos hemos expulsado hacia fuera en busca desesperada de una morada cuyo refugio nos ampare y proteja, ya sea a través de las travesías hacia el espacio interestelar hasta en el cuerpo de la mujer. En efecto, el hombre y su incapacidad de construir un mundo habitable ha procurado refugiarse en el cuerpo convertido en lugar de la mujer. El filósofo Edward Casey, hablando sobre la obra de la feminista Luce Irigaray, dijo:

Tiene un significado político especial en la medida en que el cuerpo femenino, ya sea como madre o como amante, con demasiada frecuencia se convierte en un lugar para el hombre -para su exclusiva ocupación y explotación- en lugar de un lugar disfrutado por la mujer para sí misma y en sus propios términos. En Pasiones elementales, Irigaray le pregunta a su amante masculino ficticio: "¿Pero qué soy yo para ti, aparte de ese lugar desde el que subsistes? "

El hombre, por consiguiente, encuentra su consuelo y refugio en la mujer ante su incapacidad de hacerlo en el mundo, y a su vez, destruye cualquier vestigio de humanidad que posee la mujer, convirtiéndola en un mero refugio en cuyas paredes se esconde del mundo que él mismo ha construido y destruido. No obstante, el intento de penetrar el cuerpo de la mujer resulta un intento temporal, un acontecimiento supeditado al placer efímero, de los muchos lugares temporales del hombre en el que se adopta un carácter violento y colonizador. En otras palabras, el cuerpo de la mujer se posiciona como una morada temporal que se sitúa en una red más grande de lugares de transición, es decir, de circulación. Ninguno de estos lugares ofrece la oportunidad de enraizar una identidad, de abarcar una estabilidad que es propia del habitar; son solo lugares que ofrecen una estadía temporal y una satisfacción inmediata y, en muchos casos, se genera también una relación reaccionaria y obsesiva.

Lo anterior denota una actitud colonizadora: se invade un territorio, se destruye y se es expulsado. El capitalismo, en efecto, ha profundizado las susceptibilidades colonizadoras del sujeto contemporáneo y las vuelve más agresivas a medida que las convierte en una condición cotidiana y en un proceso cada vez más acelerado. Imitamos la circulación virulenta del capital, en tanto que se busca la maximización de la utilidad mediante su flujo, sin quedarse inmovil en un lugar. Es la condición de la globalización de la modernidad tardía en el que el hombre agobiado por su encierro, un sujeto claustrofóbico por excelencia, se convierte un líquido que se filtra por las paredes y se desplaza por las rajaduras de los lugares, invadiendo simultáneamente los entornos y cuya presencia no se puede localizar. Así, nos desplazamos sin consideración por el tiempo ni el espacio, haciendo que cada lugar esté abierto a su transgresión, a su colonización perpetua.

Lo anterior denota una actitud colonizadora: se invade un territorio, se destruye y se es expulsado.

Somos nómadas deambulando en un mundo que ya no nos pertenece. Esta condición la retrata con agudeza Lewis Lapham, evocando la topología del desierto: "Como las hordas nómadas que deambulan por un antiguo desierto en busca del oasis del alma, el hombre gráfico abraza los placeres de la barbarie y jura lealtad a la soberanía del momento" La cruda condición del capitalismo contemporáneo nos ha instaurado el espíritu tribal profanado, encontrándonos, así, en la soledad ante un mundo que ya no vela por nosotros. Así, ante la muerte de Dios, Zaratustra declama en lamento: “¿No erramos como a través de una nada infinita? ¿No nos sofoca el espacio vacío?” Nos encontramos atrapados en nuestra circulación incesante que nos tiene en un rumbo no fijado, en cuyas rutas se encuentran las ruinas de nuestras antiguas moradas. Estamos deambulando en una nada infinita.



Sobre el autor

Hans Cornehl

Escritor

Un ser-ahí obsesionado por lo cotidiano. Me encuentro entre las cosas ocultas que intento develar por medio de la reflexión filosófica, geográfica y política. Soy estudiante de Ciencia Política, vegetariano y amante de los gatos.



El contenido de este artículo es propiedad de la Revista Cara & Sello



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